Del tiempo de “la de trapo”
Salíamos a
la calle y nos sentábamos en el cordón de la vereda. De a uno venían otros y se
sentaban a nuestro lado. Hablábamos de pavadas sin importancia hasta que el
número fuera suficiente como para armar un “picado”.
¿Y la pelota?
Decía cualquiera. Nadie tenía una. Entonces alguno se iba y volvía al rato con
su trofeo:
-
Le afané una
media a mi hermana, decía. Obviamente, la hermana no sospechaba aún que se
había quedado con una media “viuda”.
Otros
traían trapos y papeles de diarios. Y empezábamos a rellenar la media. Las de
mujer eran preferidas porque tenían mayor diámetro. Cuando nos parecía
suficiente la hacíamos girar y la envolvíamos con la parte que sobraba. Repetíamos
la maniobra varias veces, hasta que no sobraba nada. Entonces, alguien traía
hilo y aguja y la cosíamos.
Quedaba
algo bastante esférico. Si la tierra es un geoide, eso era un esferoide. Una
volea para probarla… y listo. Se armaba el partido ¿Quiénes integraban los
equipos? Los dos más grandes, o los que jugaban mejor, se paraban frente a
frente, a unos metros de distancia y colocaban, alternativamente, un pie
delante del otro, avanzando hasta pisar el pie del contrario. Ese ganaba y elegía
primero.
-
Vos vení
conmigo, decía, señalando al que le parecía mejor entre los que quedaban. Luego el otro hacía lo mismo y nos íbamos colocando
junto a quien nos había elegido. De ese modo tratábamos de armar dos equipos
parejos.
La cancha era una calle de adoquines,
cortada por una empalizada y alambrado que nos separaban de las vías del
ferrocarril. Como la calle estaba
cortada, el tránsito era mínimo y entre los adoquines crecía un pastito que
disminuía su rugosidad. Cada arco era el espacio entre un árbol y la pared y el
“campo de juego” quedaba en diagonal, con los arcos en veredas opuestas, a unos
50 metros
de distancia.
La pelota de trapo no “picaba” mucho. Se
parecía a una pelota desinflada. Pero su elasticidad era suficiente para hacer
auténticas “paredes”: Si avanzábamos por una vereda, cuando salía alguien a
enfrentarnos la pateábamos hacia la pared y seguíamos corriendo para recibirla
detrás del oponente. Me pregunto si eso que ahora llaman “pared” no tiene algo
ver con aquello.
Jugábamos descalzos, algunos con
zapatillas y -a veces- había algún patadura descolocado que venía a jugar con zapatos,
poniendo en peligro las “canillas” de los demás”
Cuando había llovido y quedaba agua
junto a los cordones, la pelota se mojaba y era más pesada. Una vez, de volea,
rompimos el vidrio de la ventana de unas viejas solteronas.
Como jugábamos a diario, algunas vecinas,
cansadas de los gritos, llamaban a la policía. Y como por entonces “la cana” no
tenía mucho que hacer y las viejas los atormentaban por teléfono, cada tanto venían
a corrernos.
-
¡La cana!
Gritaba alguno. Y salíamos disparando, saltando la empalizada y el
alambrado caíamos en la playa del
ferrocarril. Como los vigilantes eran “pesados” nunca nos alcanzaban y una vez,
hartos de las protestas, nos rodearon por todas las salidas posibles. Pero
olvidaron la playa ferroviaria. Nunca corrí tan rápido: tenía tal susto que
volaba y casi no tocaba el suelo.
A veces mi abuela salía a la puerta y
decía: - “Hay que ir al almacén”. Mi hermano, que era desobediente decía “Yo no
voy”. Y yo iba. Pero allí los mayores tenían prioridad. Perdía no menos de una
hora y cuando volvía… el partido había terminado. Desde entonces odio los “hay
que”. ¡No “hay que” nada. Así, sin
fundamentos, no acepto mandatos ni imposiciones ¿Quién dijo que “hay que” tal
cosa? ¿Y por qué yo? ¡Nada! ¡Váyanse a…!
Pasó el tiempo. Crecimos, tuvimos
pelotas de verdad y jugábamos en la playa del ferrocarril, donde nadie podía
ganarnos porque conocíamos sus zanjas, vías y otras irregularidades.
Los años pasaron. Pero yo soy de aquél
tiempo, el de la pelota de trapo.
NOTA DEL EDITOR DE ESTE BLOG,
EL GIORGIO, un cronista de la vida cotidiana.
Experto
en ciencias, es un filósofo popular que recien ahora comienza a
difundir públicamente sus textos, que son siempre humanos, a veces más o
menos humorísticos.
Ya
he publicado anteriormente algunas de sus narraciones, y seguire en
esta tarea de difusión cada vez que reciba un original suyo.
Estoy seguro que sus lectores sonreirán al finalizar la lectura
Jose Pivín
frente al puerto de Haifa
frente al Mar Mediterráneo
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