Irma Verolín
presenta
El camino de los viajeros
Primer Premio de Novela Mercosur
Coedición Ministerio de Innovación y Cultura de la
Provincia de Santa Fe y Universidad Nacional del Litoral
Domingo 23 de setiembre, 18:00 hs.
Auditorio La Redonda
(Salvador del Carril y Belgrano, Santa Fe)
XIX
Feria del Libro de Santa Fe
Irma
Verolín (Buenos Aires, 1953). Escribe para niños y adultos. Publicó los libros Hay
una nena que gira (1988), La fantástica familia Fursatti (1989), La
casa del cedro azul (1991), El misterio del loro (1992), El puño
del tiempo (1994), Una luz que encandila (2009). Obtuvo, entre
otros, los premios Emecé (novela), Fondo Nacional de las Artes (cuentos),
Mercosur de Novela, Premio de Cuento “Ciudad El Colorado”. Fue finalista de los
premios Fortabat y Planeta Argentina.
Viene especialmente desde Buenos Aires para
este acto.
A
veces pienso que viajábamos no para escapar de esos días chatos ni para
vivir en la transitoriedad sino porque sinceramente creíamos que
existía el final del camino. O al menos una parte de nosotros conservaba
la ilusión de que sobre esta tierra había un lugar que equivalía al
Paraíso. Es factible que alguna memoria ancestral nos empujara a
emprender ese trayecto hacia la cuenca vacía, hacia ese sitio sin nombre
que buscábamos afanosamente cuando mirábamos un mapa. Los puntos rojos
de las ciudades no nos llamaban la atención ni nos incitaban a mirar por
detrás queriendo averiguar si, en el reverso o más allá del reverso, se
replegaba ese final que adivinábamos de una manera confusa. Entonces
desplegar el mapa indicaba el principio de la búsqueda de un tesoro. Y
las islas perdidas eran un punto infinitesimal, tan liliputiense que
nuestros ojos ávidos sólo descubrirían luego de trasladar el esquema del
mapa al escenario del mundo. Ese pasaje obligado de descifrar primero
un mapa para después constatar su veracidad llevando el cuerpo por el
mundo, me retrotrajo en varias ocasiones al pizarrón negro de la escuela
secundaria. Las fórmulas algebraicas eran ininteligibles, pero la
monja, que se había recibido con honores de profesora de matemáticas en
Italia, insistía en su futura aplicación y nos juraba y perjuraba su
incuestionable practicidad. Alguna vez nos había dicho que esas equis y esas íes griegas
seguidas de tanto número absurdo bastaban para medir el tamaño de una
montaña. Me costaba aceptar aquello; en el fondo nunca le creí a la
monja, que terminó regresando a Italia porque una carraspera fue seguida
por una intensa tos y luego por una neumonía. En el fondo yo pensé que
era un castigo por decir tantas mentiras. La misma perplejidad sentía yo
cuando, no bien llegábamos a algún sitio, Marcos, sonriente, desplegaba
una vez más el ajado mapa y señalaba con su dedo aquel intento de
restringir el mundo a la chatura geométrica, a un declive de líneas
celestes y ondulantes o a una cantidad de puntos rojos. Repentinamente
me acordaba de la monja y la imaginaba en un monasterio tosiendo y
tosiendo, penosamente, sin cesar. En el extremo superior derecho, el
ajado mapa que Marcos desplegaba y plegaba como las velas de un barco,
tenía el dibujo de una veleta. Los cuatro puntos cardinales eran cuatro
extremos que nos hundían en la angustia. Hacia dónde ir. ¿Hacia el
calor?, ¿hacia el frío?, ¿hacia el océano o la selva? La línea firme que
separaba una nación de otra me despertaba temblores. Los guiones que
marcaban el final y el principio de una provincia me retrotraían a las
conocidas entonaciones y a los chistes del lugar. Jamás podía pensar en
un árbol, en un clima o en un paisaje. Tantas veces sentí lo mismo que
tuve que aceptar que allí estaba mi sello de la ciudad. Veía sólo
construcciones, espacios demarcados, fechas y nombres. Nada que
estuviese vivo se adelantaba en mí al contemplar el mapa. Todo era
cultura ante mis ojos anticipados, no adivinaba ni siquiera lejanamente a
la naturaleza. Así que se me ocurrió especular que tal vez eso me
impedía ver el monte como era en realidad: un espacio entregado
enteramente a las leyes de lo natural. Quizá la prueba o el desafío
mayor había sido tener que entreverarme en ese código inusitado. También
—no era nada improbable— mi rechazo al agua explicaba mis
incomprensiones. Una vez uno de los hombres que solíamos levantar en la
ruta, un buceador submarino, nos aseguró con un tono de voz sentenciosa,
que la gente que rehúye el agua es gente que no ama la vida. De más
está decir que no volví a dirigirle la palabra en todo el viaje, y sólo
lo hice en el momento en que descendió del coche y nada más que para
indicarle que cerrara bien la puerta. Si el monte se me presentaba como
un garabato se debía a que miraba con ojos de ciudad aquello que exigía
un enfoque nuevo. Me hubiera gustado arrancarme los ojos para entrar en
el monte, arrancármelos en todos los sentidos de la palabra, lo que no
hubiese sido más que un gesto absolutamente literario que hubiera
acusado mi profunda ligazón a la cultura, a ese repertorio conocido de
saberes que se reiteran una y otra vez con voces y formas. Lo natural,
al menos en el monte, tiene más de sorpresa que de repetición y al
parecer yo no estaba dispuesta a aceptarlo, por eso insistía en no
comprender. Con el tiempo llegué a establecer alguna relación entre los
arranques furibundos por viajar y nuestra vida de todos los días. Cuando
yo lograba aceptar que me encontraba situada a medio camino entre mi
alma y mi cuerpo, sentía el impulso loco de hablar de un viaje. Por lo
general trataba de olvidar ese desencaje mío, esa constante necesidad de
quitarme el cuerpo de encima recurriendo al vestido oloroso que
colaboraba malamente. Por entonces mi única estratagema conocida para
sacudirme el alma del cuerpo era viajar. Tenía el total convencimiento
de que los viajes me daban esa sensación única de que mi cuerpo y mi
alma se separaban. Así lograba ser sólo cuerpo, al menos por un rato.
fuente: FOTO Y TEXTOS DE SUS BLOGS:
Carlos O. Antognazzi
Páginas personales:
IRMA VEROLÍN. FRAGMENTOS DE LA NOVELA "EL CAMINO DE LOS VIAJEROS"
Sospecho que es más fácil hablar de la propia vida
que de la escritura personal, posiblemente nunca logramos establecer la
debida distancia con las palabras escritas como para alcanzar algún
grado de rigor. Ya sabemos que cada artista se siente único en lo suyo y
pensar la escritura nos obliga a encuadrarnos en algún tipo de
tradición literaria. Por un lado amamos pertenecer, pero por otro,
aparece una indomable necesidad de diferenciarnos. Entre esas tensiones
se ubica el texto y de la transacción posible entre esas dos instancias
surge o muere su originalidad. Escribí esta novela “El camino de los
viajeros” a mediados de los noventa cuando la perspectiva histórica me
permitía -esta vez sí- tomar una distancia con los años de la dictadura
militar. La novela transcurre poco después de la guerra de Malvinas.
Intenté narrar la vida cotidiana de un modo sesgado, quise contar desde
adentro lo que vivimos y ubicar el relato en una
frontera geográfica fue la simbología más apropiada para hacerlo: vivir
en la orilla temiendo caer de este o del otro lado, la frontera de la
vida y de la muerte, la frontera política que divide dos países, dos
idiomas, la frontera del mundo social y la de la reclusión. Y tantas
otras. Para mí fue un gran desafío salirme de escenario natural: el
barrio en la ciudad para componer lo que podría llamar una novela rural, que impone un cambio en la mirada. Frente a la tradición ineludible de Horacio Quiroga se me planteó el dilema de cómo presentar el paisaje al
contar una historia que transcurre en el monte misionero considerando
que el paisaje funciona como un personaje más. El trabajo de escritura
que me facilitó este tránsito
es otra historia que también forma parte de mi vida. En mi caso
escritura y vida han ido por carriles paralelos, claro que sufriendo una
distorsión a veces bastante tajante. Como mi línea de escritura no está
en la del realismo quiroguiano, en cierto sentido no corrí el riesgo de
la imitación, digamos que en este caso puedo correr el riesgo de la
extravagancia y sabemos que en arte el riesgo es parecido al ideograma
chino que equipara crisis con peligro y oportunidad al mismo tiempo.
Sea como fuere, confieso que no me resultó fácil escoger algunos tramos
de la novela que funcionaran individualmente de manera tal que al
leerlos no se perdiera el sentido de la trama y la información general
que otorga leer la novela en forma completa. En fin. Lo de siempre, con
las palabras, todos lo sabemos, entramos en un terreno resbaladizo.
Fragmentos de
“El camino de los viajeros” -
Ed. UNL- Santa Fe 2012
Estoy
lavando ropa en la piletita. Una araña se enrosca y se desenrosca en su
tela, se abre, es temible, la espío mientras el agua fría y escasa va
cayendo sobre la tela estrujada, sobre mi piel que se paspará, sobre el
pórtland rugoso y gastado de la pileta, sobre el aire que traspasa hasta
llegar al agujero de la rejilla y se escurre musicalmente. Lavo la
ropa, le quito la suciedad del mundo, del cuerpo, los recuerdos, las
formas que mis codos, mis rodillas, mis senos le dejaron, la retuerzo y
los infinitos hilos del entramado de algodón forman ángulos, dobleces,
ondulaciones, forman una inaguantable desproporción con la naturaleza.
Enjuago, enjuago, enjuago, ya nada queda de lo que dejó mi cuerpo sobre
la ropa, el agua lava, bautiza de nuevo, el agua estira, estira, llueve
sobre mi ropa, el agua se escurre por todas partes y una araña enorme y
negra que tiene el tamaño de mi mano abierta, imita en la intemperie del
aire los descuartizamientos de esta ropa mojada que estrujo una vez
más, mis manos se cierran para retorcerla, mis ojos se achican para
acompañar su tamaño. Hago desaparecer la forma de mi cuerpo en mis manos
y la araña pendula, arañosa y negra la araña. Mientras tanto se
precipitan, suben y bajan los pájaros de alas dientudas por el cielo, y
la araña y yo aquí estamos, silenciosas, retorciendo lo que queda de
nosotras y el agua cae y se escurre y se precipita hacia un fondo que
soy incapaz de imaginar. El agua, los pájaros, la araña, yo. Mi ropa
estirada en el aire chorreando agua. Agua. No muy lejos, a orillas del
río, otras mujeres con los pies en el agua golpean ropa mojada contra
las piedras. Golpean y golpean. Ese golpeteo intenso, perturbador,
resuena en la boca de mi estómago.
…………………
……………….
Los
milicos desconocían la relación estrecha que sus pobres personas
mantenían con la muerte, con esa misma muerte, la de todo el mundo, la
que continuaba unida a mí por el lado izquierdo y me acompañaba dejando
que un hilo de aire me confirmara su compañía. Para los milicos, en
cambio, la muerte era el resultado de una acción que ellos podían
realizar o a la que ellos se enfrentaban. La muerte podía acompañarlos o
estar a su lado, era tan sólo un agregado de la vida, podía aparecer o
no, y nada cambiaba. La muerte para ellos brotaba de una maniobra del
cuerpo, a la que únicamente el cuerpo era capaz de responder. Ellos no
creían que a la muerte se la pudiera mirar a los ojos. Es muy probable
que, en el fondo, los milicos carecieran de ese don, de ese sentido de
la simbolización y que sin duda, en el caso de haberlo poseído, los
hubiera acercado a alguna forma de sabiduría o les habría cambiado el
rostro para siempre y quitado la postura rígida y la sequedad de la
mirada. Tal vez su prolongado, legendario contacto con las armas de
fuego contribuyó bastante a que el acto de morir se les hiciera
cotidiano, a que se les fuera metiendo adentro de las intenciones, al
punto de que se les mezclara en sus quehaceres, tanto y tanto, que ya
nunca más pudieran quitársela de las entrañas y de los escondites más
escondidos de su cuerpo. Es muy factible que ese contacto repetido con
las armas les hubiera pulverizado la capacidad de hacer de la muerte
algo semejante a una sombra con la que, acaso, se pudiera conversar.
Para ellos ver matar o convertir a las personas en muertos eran acciones
simples, tan simples que hasta podía evitarse hablar de ellas. Después
ningún resto, ningún vestigio, nada les quedaba, salvo el recuerdo o la
memoria de un cuerpo que, al haber pasado por el acto de morir, se
convertía en una cosa. De cualquier modo se trataba de una memoria
insignificante. Si la vida era un envoltorio de celofán, la muerte era
un objeto frágil, frágil o poco consistente o, tal vez, escurridizo como
el agua que con todo se mezcla, menos con el aceite. Y la frágil
muerte, simple, muy simple y enhebrada hilo por hilo, estaba en la
torpeza de cada uno de sus movimientos, de la mañana a la noche. En ese
sentido prácticamente nada en común tenían con Marcos. Por el contrario,
Marcos sentía que la muerte era lo que era: una presencia que merodeaba
a la gente y cada tanto se le escapaba por los ojos. Si en algo se
vincularon y se enfrentaron los milicos y Marcos tal vez fuera en la
relación que cada uno de ellos tenía con la muerte. Para los milicos la
muerte no existía por sí sola, surgía de un acto de necesidad, eso que
se desprendía de la gente o de la voluntad del cuerpo de la gente. Para
Marcos, en cambio, se trataba de una contrincante casi sagrada. Sagrada y
bestial. Por eso cada noche, al acariciarme, la acariciaba y la
acariciaba sin descanso, con una lentitud exagerada, hasta volverla
translúcida.
…………………
Inexplicablemente
nació en nosotros una verdadera pasión por las películas de Chaplin.
Nos desvivíamos por ir una y otra vez a las universidades y a los
cineclubs donde las circunstancias y los policías vapuleaban al
hombrecito gris, donde todo sucedía demasiado rápido y el cuerpo del
hombrecito era flexible e inmaterial. La vida se volvía contundente y
precisa, cada acción provocaba una consecuencia que se encadenaba a otra
serie de consecuencias enlazando a las personas en una trama
disparatada. Así el destino podía ser blanco o negro y en cinco minutos
volverse grisáceo. La vida era efectiva en las películas de Chaplin y a
la vez era devorada por el tiempo, cada hecho tenía un significado y un
peso irrevocable, pero ese hecho no aplastaba ni decidía nada, se diluía
en el instante y de esta manera cada instante, pleno y rotundo, era a
la vez fugaz.
En
las películas de Chaplin no había por ejemplo un monte ni ninguna
frontera, en todo caso había frontera y ninguna era más importante que
otra. No había un policía sino muchos policías y la ciudad era muchas
ciudades. El mundo se veía tan extremadamente intangible y las personas
tenían una trascendencia tan opaca que daban ganas de quedarse a vivir
allí, de dejarse estar en esas avenidas blancas y hasta de poner la
cabeza bajo el cachiporrazo de los policías. El mundo se podía inventar y
descomponer con igual intensidad, se lo podía modificar sin que se lo
tuviera una que tomar en serio. Ninguna cosa ocupaba un excesivo espacio
en las películas de Chaplin y, aunque había máquinas que se olvidaban
del cuerpo de la gente o tranvías infernales, todo parecía leve y
antojadizo, la muerte no existía en las películas de Chaplin, porque
nada duraba demasiado. Y eso ya era una gran ventaja para nosotros.
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