La Concepción de la Poesía
Augusto Munaro
Se propende juzgar a la poesía proveniente de las provincias como muestra de un opacado provincionalismo. Una réproba superstición que no hace más que marginar y desacreditar aquellas voces que trascienden con legitimidad, desde el interior del país. El lugar físico donde compone el poeta, es sólo una circunstancia menor en relación al valor intrínseco de su obra. Que Alberto Girri haya realizado Playa sola en plena ciudad porteña, Alejandra Pizarnik su Árbol de Diana en una buhardilla parisina, o que Juanele conciba En el aura del sauce, a orillas del Paraná; poco tuvo que ver con su posterior inclusión y permanencia en el canon literario. Sin embargo esta miopía se ha arraigado en ciertos sectores de la crítica. Son decenas los líricos que afrontaron este reto adicional -algunos más tiempo que otros-, sea por problemas de difusión, o simplemente por ignorancia. Jorge Leónidas Escudero, Juan Manuel Inchauspe, Arnaldo Calveyra, y Juan Carlos Bustriazo Ortiz, entre otros, debieron remar contra la corriente durante décadas, hasta adquirir su demorado reconocimiento.
Lo mismo puede atribuirse a la producción poética de la rosarina Concepción Bertone (1947). En su caso particular, sin contar con una obra voluminosa, cuatro libros en casi cuarenta años de credo poético, le bastaron para erigir una voz profundamente personal. Sus poemarios son: De la piel hacia adentro (1973), El vuelo inmóvil (1983), ambos atravesados por el fantasma de la última dictadura, Citas (1993) y Aria da capo (2005). Son el fruto de una larga y rigurosa destilación que prescinde del manierismo, es decir de la ampulosidad formal.
Puesto que evita las repeticiones y lugares comunes -hoy por hoy, la fascinación por la puerilidad, la parodia y lo plebeyo-, ninguno de sus obras resulta unitonal, monotemático. A medida que se avanza en la lectura de sus textos, el lector percibe una sintaxis que tiende a la desarticulación, eludiendo la rigidez impostada. Sosteniendo una voz que se encarna en versos nítidos, depurados por una intensa emoción, sus poemas se cifran y vertebran a través de un ritmo ágil, recurriendo, en ocasiones, a las astutas elipsis que revelan un rico imaginario poético. “Las paredes separan lo que unen./ Dividen lo que aproximan./ Urden mi soledad. La tuya. Inclinan/ al solo a sus rincones.”
Hermanada generacionalmente con Mirta Rosenberg, Irene Gruss, Tamara Kamenszain, Paulina Vinderman, Diana Bellesi, el lenguaje de Concepción Bertone se destaca por la energía del concepto que enuncia: “Como hierba crecida entre adoquines/ de calles alejadas, calles quietas/ donde la piedra del fregado. De extramuros/ del alma sofrenada con mil bridas./ Dura ayer como hoy. Toda mi vida/ se exultó como hierba/ en una grieta” (Pessoa y yo). Las ideas y el pensamiento reflexivo no le resultan ajenos: “¿Qué son las cosas ahora que/ las cosas lo son todo/ para los que nada son sin las cosas?” Ha legado versos cuya unidad interior ofrecen un perfecto equilibrio técnico. No es casual que esta precisión estética sea el producto de una vasta erudición, puesto que la obra de Bertone yace cargada de referencias a la cultura grecolatina y a la literatura de los últimos dos siglos, desde donde ansía la universalidad. Sin caer en el hermetismo, pensamiento y sentimiento, confluyen consolidando una cosmogonía.
En carácter de antóloga, recientemente compiló Las 40. Poetas santafesinas 1922-1981 (UNL), una publicación donde se reúnen cuarenta voces femeninas de la poesía de Santa Fe. El volumen, además de rescatar la identidad cultural de la provincia, traza un amplio panorama de las ricas y variadas poéticas que conviven en el litoral.
Es lícito afirmar que sus libros no continúan ninguna moda o tendencia, sino el pulso interior con que laten sus inquietudes más íntimas. El resultado es una respiración apenas críptica, pero siempre accesible y profundamente humana: “De carne pasajera y de silencio/ es el puente que tiendes. Tanta noche/ para cruzarlo en vano y no alcanzarte./ No ser la flecha -su ápice-/ y el arte del que acierta en los blancos/ que no existen.” Su compromiso hacia la poesía, se revela además en su producción ensayística y crítica, que le permitió perfeccionar su vocación con el fin de restituir el valor de la palabra.
Sus versos remiten a la vida, la muerte, la alegría y la angustia, entretejiendo toda una gama, un arco de sentimientos con la sutileza de un ritual. Una ceremonia sagrada. La forma de conjugar las imágenes con fluidez, engendrando en ellas metáforas; la vinculan con la gran poesía. En una oportunidad la autora de Aria da capo escribió “amo sin una media tinta y escribo de la misma manera que amo”. Concepción Bertone, vive la vida poéticamente. Sus poemas yacen signados por el espíritu de la pasión.
El siguiente diálogo es muestra cabal de su abnegada entrega hacia la Poesia.
—¿Cuándo y cómo sintió la vocación por la poesía?, ¿cuáles fueron sus lecturas formativas, su itinerario poético antes de su opera prima?
—Ya sabía leer y escribir antes de ingresar al primer grado inicial de la escuela primaria, mis maestras detectaron esa inclinación literaria en el vuelo de mi imaginación, en la forma de expresarme en una composición escolar, y me dieron todo el espacio y el estímulo para que me formara en esa libertad artística, que también pasaba por el dibujo, la pintura, el canto, la creación de obritas de teatro. Ganaba todos los concursos ínter escolares. Y luego en la escuela secundaria fui “la poeta despeinada y llorona del curso”, según escribe mi compañera Esther Groisman en la portada antigua de una foto del 1° año, 4° división, del Colegio General Urquiza de Rosario. Mis verdaderas lecturas formativas fueron las que tuve que hacer para poder ser una interlocutora válida de los poetas que fueron mis amigos y de alguna manera, los que me guiaron y me permitieron sentarme con ellos en las mesas de algunos bares rosarinos: Descartes, Kant, Marx, Hegel, Nietzsche, Diderot, y lo que esas lecturas te llevan a leer. Borges además del endecasílabo me dio una ruta ardua y bella de lecturas. Inchauspe me regaló a Cavafis, a Ritsos, a Elytis, a Petrarca y todos los poetas italianos. En la librería de Isaías me enamoré de los poetas norteamericanos e irlandeses y lo encontré a Paul Celan como un milagro. Vallejo fue mi amigo desde que lo tuve entre las manos. Y también Martí, Drummond de Andrade, tantos. Pero el primer libro que leí, al margen de los escolares, me lo puso en las manos una tía que era casi una adolescente, y no era un libro para niños: LA PIEL, de Curzio Malaparte. Todavía guardo ese libro que me dijo de la guerra, todo lo que mi abuelo callaba.
—¿Qué significa para usted la poesía?, ¿es posible definirla?
—Cuando me hacen esta pregunta, trato de dar un significado y una definición. Pero lo cierto es que soy muy santafesina. La poesía es una manera de vivir aceptando que no podemos vivir de ella sino con ella y jamás sin ella. Como dijo alguna vez Juan Manuel Inchauspe y César Actis Bru, o podría decir Jorge Conti o Estela Figueroa: como haber nacido con los ojos negros y no de un color otro. Yo los tengo como mi abuela Concepción y mi padre, de un verde claro que vira al dorado, según la claridad del día. Y no importa cómo vire ese color, yo veo el mundo con estos ojos que heredé. Y esa herencia incluye una visión del mundo que sólo se puede expresar a través de la poesía. “La poesía es un monstruo”, dijo Montale. Un monstruo que no asusta a casi nadie, pero debería, vaya si… Muchos han querido matarla, pasarla por la guillotina, ponerla en el fuego de los inquisidores, ahogarla en la cámara de gas, arrojarla desde los aviones al río; la han torturado y desaparecido, la han obligado al suicidio y sin embargo no la han podido callar… ¿Cómo se define eso?
—¿Qué representó para Ud. la publicación de De la piel hacia adentro?, ¿qué le sugiere el libro hoy?
—Significó un vuelco inesperado de mi vida, porque yo ni pensaba en publicar un libro. Rosario era una ciudad de poetas que admiraba -y admiro- y a los que no me atrevía a acercarme. Ese original estaba en un cajón de mi escritorio y un amigo que lo sabía lo publicó como una sorpresa en complicidad con mi familia. Casi muero de un sentimiento inexplicable de vulnerabilidad e intromisión a lo más íntimo de mí. Sin embargo fue la puerta a mi amistad con esos poetas. Mis amigos fueron mis mecenas con la gracia de que no me debía a ellos más que en el cariño y el agradecimiento. Hoy me sugiere el comienzo de este camino que transito por la escritura y la vida. Y esa rebeldía esencial que está en ese librito me habla de que sigo siendo la que fui, que maduro sin que se aje mi amor por mi barrio proletario. Por ese origen de mi vida que salvó a mi abuelo de morir en una trinchera, salvado por su amigo Salvador. Y que salvó a mi abuela y a mi padre niño, cuando venían a encontrarse con él, de viajar en un barco que naufragó en ese viaje.
—En una entrevista usted dijo que Eugenio Montale era “el amor de mi vida, el padre capital”. ¿Qué aspectos de su poética son los que más admira y cómo cree que éstos, se divisan en su obra?
—Hace muchos años, cuando publiqué El vuelo inmóvil, recibí una carta de Alfredo Veiravé que me decía “¡Por fin una poeta que remata el poema con un verso final y el poema sin embargo sigue emitiendo una infinita resonancia!”. Eso aprendí de Montale, y también lo que en esa definición de Bettinelli que él menciona cuando adhiere a ella: “la poesía es un sueño hecho en presencia de la razón”, me sitúa en esa certeza. Se puede elegir explicarlo todo o no. Yo amo su no dar demasiadas explicaciones. La reticencia, el encadenamiento y la asociación de la carga semántica de las palabras, ese roce íntimo que produce mi goce. Barthes te lo puede expresar tan claradamente, tan amorosamente, que lo que yo pueda agregar sobre eso no tiene ninguna importancia. Pero lo que me marcó a fuego de Montale fue su compromiso y su terrenal ubicuidad. Los poetas somos como todo el mundo y vivimos y morimos como todo el mundo. No podemos estar sin el otro. Necesitamos a los demás, ser en ellos, reflejarnos en el otro. En esa alteridad, que este mundo de hoy aniquila con la trituradora de lo inmediato y de lo mediático como un sálvese quien pueda, los poetas seguimos pensando que nos salvamos todos o no se salva nadie, aunque muchas veces no nos incluimos y nos hundimos con el barco…
—Hablando de poetas enormes, ¿conoció a Juanele?
—Lamentablemente, no conocí a Juanele en persona. Sí a través de Juan Manuel Inchauspe, de Beatriz Vallejos, de Francisco Gandolfo, de Hugo Gola y los poetas que me han contado sus anécdotas con él. Y a través de su poesía que me habla del universo de su ser. Sí conocí a su hijo, que me regaló un ejemplar de El Agua y la Noche y una rama del ginkgo biloba (el árbol de los cuarenta escudos, el árbol de las pagodas) que Juanele trajo de oriente en un frasquito de vidrio, y que está plantado en la puerta de su casa de Paraná, Entre Ríos. El libro guarda entre sus hojas una hojita de ese árbol, que yo puse allí, y el espíritu de Juanele entre mis libros.
—Usted tuvo la oportunidad de conocer y mantener una perdurable amistad con Juan Manuel Inchauspe, poeta un tanto injustamente olvidado. ¿Cómo era él?, ¿qué valor cree usted que tiene su poesía y de qué modo marcó su escritura?
—Juan sigue marcando mi poesía todo el tiempo. No con la suya sino con la que el creía que era mi voz, y que me diferenciaba, en el contexto de la escritura femenina de esa época, de otras formas de expresarse en la poesía. Te cuento una anécdota: una tarde nos reunimos en la casa de Beatriz Vallejos, en Rosario, en su casa de la calle Laprida, tan acogedora y especial como era ella. Leímos poemas después de tomar te o café. Estaba Celia Fontán, Juan Manuel, su esposo Domingo y otros poetas. Yo leí un inédito que nunca publiqué. Se llama Retrato de Aurora. Un poema que escribí cuando mi hermana me dio una foto de nuestra madre que yo no tenía. Esas fotos antiguas donde mi madre era muy joven, con ese tono asepiado que le endulza la sonrisa y la mirada profunda. Mi madre siempre que tenía algún enojo conmigo, me decía que era el vivo retrato de mi padre. Durante años me sentí reflejada en la cara de mi viejo, que era sumamente bello y fuerte. Hasta que vi, esa foto de Lilia Aurora Matos Benitez, y me dije: yo soy ella. El mismo ceño, la misma nariz, los mismos pómulos. Y escribí ese poema donde me aparto de lo conceptual y me pongo simbólica. Juan estaba sentado en una escalera - que no sé por qué recuerdo como una escalera caracol- que llevaba a las habitaciones de arriba. Cuando terminé de leer, lo miré como en busca de aprobación pero encontré todo lo contrario. Me dijo como entre dientes y con un movimiento negativo de cabeza: eso no. Y nunca lo publiqué. A Celia le encantó ese poema, y está dedicado a ella aunque inédito. ¿Cómo era él? Era inmensamente generoso, en todo sentido. Me dio libros suyos, libros que le habían dedicado sus autores y que están en mi biblioteca. Pero lo que lo pinta de cuerpo entero, era su fervor por difundir la poesía de todos, menos la suya. Pasados los días de plomo, como vos decís, cuando todavía todo era muy duro y difícil, Juan trabajaba en la casa de la poesía de Santa fe y recogía ese papel que discrimina la guillotina al cortarlo, supongo que del piso de la editorial de la UNL. Con esos pequeños recortes hacían, junto con Jorge Isaías, unas plaquetas dobladas a mano con poemas de poetas santafesinos. Una hojita llamada Poesía Nuestra, con un escudo de la provincia. Eran extremadamente humildes, pero sublimes en lo que significaban. Jorge y Juan, hicieron esa tarea de difusión como muchos poetas de nuestra provincia, ese es un rasgo que hay que destacar de ese tiempo sin amiguismos y sin fatuidad. Rasgo de Juan poeta, ser humano, hombre. Ese hombre tierno y tímido que adoraba a su familia y a sus amigos. A veces parecía crispado, como si no pudiera distenderse o sentirse pleno. Escribía en una plaza arbolada con plátanos, cuyas hojas otoñales venían en las cartas casi semanales que me enviaba. Y que yo guardo como si hubiesen llegado ayer. Todo era un ritual para Juan, hasta cebar un mate era un ritual para Juan, hasta esperarte en la estación de ómnibus de Santa Fe con un pañuelo de seda recién estrenado en el cuello o el cogote, como él decía. El valor de su obra se resignifica en ese trabajo con la palabra que ahonda en lo humano y lo pequeño, en esa mirada de lo familiar y lo cotidiano que ausculta el corazón de las renuncias, de las pérdidas y de las imposibilidades. Quizás escribió más de lo que publicó y esa es una de las marcas que me ha dejado. Cuando leí su obra completa, me quedé muda, no podía creer en la coincidencia con lo que le digo a Juan en un poema de mi libro Citas que le dediqué, con uno de él inédito que recuerda palabras que conversamos una tarde en Rincón, mientras tomábamos mates junto al río, endulzados con miel recogida del panal. El nunca leyó mi libro Citas. Yo no había leído ese inédito suyo. Pero no es extraña la coincidencia, nosotros nos entendíamos sin hablar. Compartíamos el silencio, como se comparte el pan o el cielo. Juan pudo haber sido injustamente olvidado, pero justamente devuelto al recuerdo y al homenaje por los poetas más jóvenes. Eso lo haría y me hace infinitamente feliz y justifica cualquier otra cosa adversa que haya pasado. Cuando él murió, yo sentí como un remordimiento el no haberle devuelto todo lo que le debía, el no haber estado cuando más me necesitaba. Sea por lo que fuere, porque no lo sabía, porque nadie me lo comunicó, no importa, no estuve. No le di de mí todo tal como él daba de sí, todo. Eso me duele y me seguirá doliendo hasta que nos volvamos a encontrar y lo charlemos, si existe esa posibilidad, en la que creo. Cuando alguien dice o escribe que su obra fue breve, yo trato de recordarles que Catulo, Tibulo y Propersio caben en un solo tomo.
—Muy querida por sus colegas, usted tuvo la oportunidad de gozar de grandes amistades. Pienso en Joaquín Giannuzzi, Mercedes Roffé, Aldo Oliva, por nombrar sólo a tres. ¿La poesía debe ser una festividad que necesita, en lo posible, ser compartida con amigos?
—Augusto, vos sabés que hace algunos días fui a un encuentro de poetas celebrado en la ciudad de Córdoba, iba fatigada y con un gran pesar que no encontraba alivio alguno. Ese par de días con sus noches, entre abrazos y besos, comidas y vinos compartidos con los amigos queridos, que más que pares son nuestra familia elegida con el alma, me aligeraron de toda pena vieja o reciente, y volví liviana, flotando en esa gracia. Todos sentimos eso. Nos escuchamos leer nuestros poemas, nos aplaudimos, pero sobre todo reconfirmamos ese infinito amor que nos tenemos. Si la poesía no te da eso, no te da nada. Ese es el premio. El único que perseguimos y valoramos, los que como yo creemos que, el resto es literatura. ¿Y el ego, se preguntarán los que no piensan de esta manera? El ego es una quimera que no encuentra en la poesía y en amistad nada más que arena. Los poetas sabemos que cuando la poesía te da amigos que te corresponden en ese sentimiento inefable, ya te lo ha dado todo. ¿Y la competencia se preguntará alguno? Los poetas no somos atletas, no jugamos a nada que nos enfrente como rivales. No voy a negar que haya gente de la poesía que se maneja con otros parámetros que nada tienen que ver con lo que te estoy diciendo. Pero como dice Voltaire parafraseado: los príncipes tienen cortesanos, los políticos tienen partidarios, los delincuentes tienen cómplices, y los poetas no necesitamos ser absolutamente virtuosos para tener verdaderos amigos.
—¿Su poesía es entonces un homenaje a la poesía y a los poetas?
—Siempre.
—-El vuelo inmóvil, su segundo poemario, está atravesado por el fantasma de la última dictadura. ¿Cómo era versar y ser poeta en la Rosario de los años de plomo?, ¿qué aprendió de esa ominosa experiencia?
—Aprendí que el terror no me aterra. Estaba embarazada de mi hijo Mariano y estudiaba con un compañero que pasaba a buscarme dos horas antes de las clases para explicarme lo que yo no entendía. Era una persona mayor, un ser de esos únicos e irrepetibles en este mundo, que tenía un cargo - no sé cuán alto o lo olvidé ex profeso- en el ferrocarril. Lo ametrallaron en la puerta de su casa un amanecer cuando salía hacia su trabajo. Pero lo pudieron haber hecho cuando viajábamos en su auto rumbo a las aulas. Que yo sepa, no estaba en nada que no fuera el amor por su familia y su deseo de crecer intelectualmente. Fui la única de sus compañeros que estuvo en el velatorio, casi no había gente velándolo. Y lo recuerdo cada día de mi vida. Su serenidad y paciencia me edificaban. No enterré ni quemé ningún libro, ni los escondí. Sí rompí mis poemas, y me arrepiento de eso cada día de mi vida. Ser poeta durante esos años, era una especie de libertad soterrada que nos reunía en torno a las lecturas de poemas y las charlas en el bar. Un día lluvioso leíamos en la galería de arte de Armando Santillán, que estaba en el subsuelo del Pasaje Pam, había poca gente, pero estaba Beatriz Vallejos y su esposo Domingo Rigatuso -un ser que yo adoraba-, Ada Donato, seguramente Francisco Gandolfo y Eve, su esposa: jamás los vi al uno sin el otro. Francisco le decía a ella que era mi novio y a Eve la iluminaba una gran sonrisa llena de ternura. Estaba Santillán y no recuerdo muy bien quienes más. Entonces fui a Trilce, la librería de Jorge Isaías y Carlos Berrini, que estaba a unos pasos del subsuelo y busqué algunos libros: Pessoa, Vallejo, Cavafis, Drummod de Andrade, Cardenal… Y en lugar de leer mi poesía leí la de ellos: “La flor y la nausea”, de Drummond; “El poema en línea recta”, de Pessoa; “España aparta de mi este cáliz”, de Vallejo, “Itaca” de Cavafis, algunos epigramas de Cardenal. Y cuando terminé y levanté los ojos, estaban todos lagrimeando emocionados. No me voy a olvidar de eso nunca, y tampoco lo que decía mi amigo entrañable y gran poeta, Raúl García Brarda: si hubiese habido un buzón en cada esquina (para botonear a destajo y al voleo) hubiéramos desaparecido todos. Vivíamos en una cultura de catacumbas, pero nunca nos amedrentamos, sostenidos en esa vieja amistad que todavía nos reúne como en Trilce.
—¿De qué modo cree que se entrelazan la ética y la estética en su obra?
—Del modo más simple: no me traiciono. Como no me traiciono en la vida aunque me esté equivocando y aún no lo sepa. Cuando tengo la posta del error lo asumo como un bien, porque lo puedo rectificar. Me han matado por la espalda tantas veces y jamás eso me permitió escribir desde el resentimiento. Sí desde mi compromiso con mi ideología y con mi manera de estar en esta vida. Me respeto porque respeto a los otros, y no hago lo que mi conciencia considera no un pecado pero sí algo peor que eso: una forma de morir a lo bueno y a lo bello que nos sostiene y fortalece. Sólo puedo escribir desde allí. Y desde eso que dice Barthes y me retrata: no soy soldado de nadie ni de mi propia locura. No se puede escribir una línea si no sabemos desde dónde escribimos y para qué, y eso lo aprendí de Aldo Oliva.
—Citas, libro editado por un sello casi exclusivamente de poesía, es un título que le brindó la posibilidad de abrirse a un público más amplio. También es un volumen en el que rinde homenaje a una serie de escritores ineludibles. ¿Qué intentó explorar en él?
—En ese momento el sello era rosarino-porteño. El título que yo había elegido era El agua del miraje, es decir el agua del espejismo, en se aludir a las citas. Mirta Rosenberg cuando lo armaba consideró que Citas era más puntual, acepté su opinión de editora y amiga, cosa que ahora no lo haría porque ya no soy influenciable, al menos en ese terreno. A los tres meses de publicado ya los libros estaban agotados, y yo no creo que un libro de poemas se pueda convertir en un best seller, pero bueno, es uno de los libros agotado del catálogo de Bajo la luna. Les agradezco a los hermanos Balaguer esas tapas y el cariño que le pusieron. Siempre los quise como a mis hijos, también a Valentina la esposa de Miguel, seres entrañables para mí. Y los poetas que aparecen en Citas y en casi toda mi poesía, están allí porque en algo han tenido que ver con esa escritura y con mi vida. Pero más porque yo amo la poesía de los otros, y nunca pude sentir ese amor por la mía. La mía es lo que yo puedo hacer entre las cuerdas de que lo que es mi propia búsqueda. La poesía de los otros es la poesía plena que no conlleva esa imposibilidad, o sí, pero una no lee poesía pensando en eso. ¿Qué intenté explorar? Sólo intenté explorar mi alma y mi existencia en este mundo en correspondencia con los versos de esos poetas que me dieron la posibilidad de entramar la idea con la vivencia íntima y personal, universalizada. Y como en todo lo que escribo, escribí mi realidad ya que yo no puedo inventar nada. Es mi frontera, mi límite en la poesía. Mario Trejo me dijo - cuando lo conocí- que había escrito Labios libres a los 18 años, anticipándose a la experiencia de lo que dice ese poema que yo amaba desde el día que lo leí en Poesía Buenos Aires. Yo no puedo hacer eso. Escribo lo que viví. Lo que estoy viviendo será otro libro cuando se decante esa vivencia dentro de mí. Pero tengo un par de libros inéditos donde hay poemas de 5 páginas como la Elegía a Juan Manuel. Cambió mi respiración, demasiado tabaco quizás, y necesito más espacio para decir… Ya no me sujeto, no sé. Con los años la poesía te libera de todo.
—De no haber vivido en Santa Fe, ¿siente que hoy su poesía sería diferente?
—Seguramente. Por eso aunque la vida me tentó con las posibilidades y promesas de mayor realización en otro lugar donde un poeta, un escritor, pueden recibir quizás más fácilmente no sólo el reconocimiento sino la retribución que su obra merece, jamás, y sin dudar ni por un momento pensé en dejar mi ciudad, mi provincia, mi país. No sé vivir en otro lado. No sé qué hubiese escrito lejos del Savoy, de El Cairo. Lejos de mis amigos poetas, de las mesas de billar del centro, y de las calles de mi barrio rosarino. Lejos de mi jardín, que es lo único que permanece y se renueva.
—¿Cuáles han sido sus fuentes de inspiración?, ¿cómo nacen sus poemas?, ¿por un sentimiento de ausencia, un deseo de expresar lo inefable?
—Cuando era joven todo era fuente de inspiración. Ahora es puro desgarramiento. Cada vez más difícil decir lo que se quiere decir. Esto también lo dice Saer en un reportaje. Nunca me disculpo por el oxímoron y nunca me obligo con inspiración o sin ella a escribir poesía, porque la poesía es el lugar de mi libertad, de mi deseo, de mi tiempo sin tiempo. Lo otro que obliga está en la vida de todos los días, en lo arduo de lo cotidiano donde, como todo el mundo o la mayoría, lidiamos con la contingencia. Más con el avatar que con cualquier dicha que pueda tocarnos. Ahora cuando viene el poema, seguramente no lo estoy esperando. Igual que el amor, ese misterio que sobrevive en un mundo carente de ilusión. Ya casi no hay misterios en este mundo salvo el amor, o la esperanza del amor. Así que disfruto de la escritura de un poema como si fuera la última vez. No como, no duermo, me sacio en él. Y no averiguo las fuentes de la fuente. La poesía me tiene que asombrar como el amor. Es lo único que espero de ella. Aunque una trabaje y trabaje con un poema, si no me hace sentir que no sé cómo pude escribir algunos versos, mi cuerpo desconfía de ese poema. Para mí, en el amor y en la poesía el cuerpo debe gozar y descansar sobre una fe irreductible.
—En 2005 aparece Aria da capo, una publicación que reúne los poemas no incluidos en libros anteriores y una serie de nuevas composiciones. ¿Qué aspectos desearía destacar del mismo?
—Destaco el hecho que reúne en Aria a poemas de épocas muy distintas y que sin embargo parecen pertenecer todos al mismo tiempo de este libro tan caro para mí, de su edición feliz porque es factura de la bondad de Claudio LoMenzo, Javier Magistris y Carlos Pereiro, que lo pusieron en los quioscos de todo el país junto con la revista. Que la gente lo haya podido encontrar en la esquina de su casa y sólo pagando el precio accesible de La Guacha. Que Cristian Aliaga me haya dicho como muchos otros poetas: “Concepción, encontré tu libro en un lugar perdido como una botella arrojada al mar…”. Esa alegría que una siente de que así fuera, considerando que nuestros libros son casi inhallables en las librerías. Eso que me hizo sentarme a hacer una antología de poetas santafesinas en seis meses. Y diagramarla hasta el índice, casi sin comer y casi sin dormir, en un verano ardiente, que no me daba la tregua de una hora fresca.
—¿Qué libros de poesía la han marcado y acompañado durante toda su vida?
—Todos esos libros que ya te nombré me acompañan y me acompañarán junto con Los Cuadernos Filosóficos de Lenin, las obras completas de todos los rusos, poetas y narradores, el Ulises de Joyce. Y Homero, Catulo, Dante, Virgilio, Milton, los místicos y los barrocos españoles, los románticos alemanes, Los italianos y los griegos. Y Conrad, Beckett, Saint John Perse, Malcom Lowry con Eliot, Pound y mi amado D. H. Lawrens apoyado en el anaquel junto a Italo Calvino, Henri Michaux, Simon Weil, Barthes, Lévinas, Heidegger. Y lo que está en casa, nuestros poetas amados, nuestro extraordinarios poetas amados: Madariaga, Giannuzzi, Oliva, Girri, Orozco, Glauce Baldovín, Saer, Urondo, Inchauspe, Leónidas Lamborghini, Macedonio Fernández, Horacio Castillo… Y todos los que lamentablemente no puedo nombrar aquí pero están en mi biblioteca, están vivos y escribiendo la gran poesía argentina.
—¿Por cuál de sus poemas siente mayor afecto y por qué?
— Por El baño, porque lo escribí en caliente -cosa casi imposible de hacer- tras la muerte de Aldo Oliva, con todo el dolor encima, agujereada, llorando sobre la resma de papel que me llevó escribir lo indecible de esa experiencia de bañar al amigo querido, cuando una nunca lo había visto no sólo en la desnudez del cuerpo sino tampoco en la más púdica que es la de la enfermedad. Y en esa imposibilidad de decir lo indecible, salió el poema como un don de la vida que le debo, no sólo como poeta sino como persona. Aldo fue mi amigo, pero a veces fue mi padre, en mis más duros momentos fue mi padre.
—¿Se podría referir al proceso de corrección al cual somete sus textos?, ¿deja madurar sus poemas mucho tiempo antes de considerarlos publicables?
— Sí, corrijo, pulo los bordes hasta donde las palabras te dejan, porque son las palabras las que te condicionan y no nosotros a ellas. Hay poemas como los tomates u otros frutos que se pueden dejar madurar en el alfeizar de la ventana, al sol. Nunca en un refrigerador, porque eso es forzarlos a ser, y lo forzado nunca es. Hay poemas que los esperé años, como a Punto herético sin letra, tenía dos versos y no podía salir de esos dos versos. Pero tu pregunta se refiere a la publicación, y yo nunca desesperé por publicar nada. Eso contradictoriamente, es público y notorio, todos mis amigos lo saben. Salvo mi antología de las poetas santafesinas, nunca otro libro me quitó el sueño en la ansiedad de publicarlo. Un consejo de Eliot que encontré sobre ese tema hace mucho tiempo, me dijo que no estoy tan desatinada en esa falta de urgencia: “Publique poco”.
—¿En sus composiciones, qué valor le otorga a la métrica?
—El valor que me ha sido legado por la tradición. El que sin darme cuenta elegí. El que Borges y otros poetas le donaron a mi oído. Nunca he contado sílabas. Pero mi voz se ajusta al endecasílabo. Y yo tengo muy buen oído.
—Al pensar en poemas audaces suyos tales como: “Adagio para una perla en cierne”, “La pared” y “La madre”, ¿cuánto trabajo le demanda la elaboración formal de sus versos, ese logrado equilibrio entre emoción y reflexión?
—Adagio lo escribí de un tirón. La pared era una obsesión que logré escribir en un par de noches. La madre me llevó 10 años. Ese equilibrio que vos ves en esos poemas tiene que ver con mi ignorancia absoluta sobre la cuestión estructural en ese bendito momento en el que escribí La pared, porque cuando vi. un estudio estructural de ese poema, me quedé fría. A veces uno hace mejor lo que no sabe hacer. En Adagio tiene que ver con una concepción del espíritu femenino que deviene de la imagen y el ejemplo de vida que fueron para mí mis abuelas. Y La madre comenzó como una idea antropológica que encendió una línea de Aldous Huxley hace muchísimo tiempo. En un punto del poema me puse a pensar cómo los poetas habían tallado en sus poemas a sus madres, llegué hasta Celan y lo abandoné, no sé porqué. Cuando me piden el original de Aria para publicarlo, me senté y lo terminé. No podía publicar el libro sin ese poema y sin El baño. Lo que no hice en años, la pasión me lo dejó hacer en dos o tres meses. Si tengo que definirme de alguna manera, yo soy pasión en el 90 por ciento, y lo que queda para redondear los 100, de razón, y eso siendo taurina se potencia a la enésima. Difícilmente caminaría sobre un alambre tendido en el aire. Así que dejo ese concepto tuyo como algo que sucede sin que uno sepa demasiado sobre el cómo sucede. Pero te voy a contar algo que jamás le dije a nadie: cuando era muy chica adoraba el día que llegaban las carpas de los circos a mi barrio. Mi tía Catalina, la que me enseñó a leer y escribir, se hizo muy amiga de una familia de equilibristas y trapecistas que vivían a una cuadra de mi casa, se llamaban Los Zúñiga y eran muy famosos en esos tiempos. Parecían gitanos o lo eran. Yo iba a verlos ensayar escondida entre las sillas que a modo de butacas rodeaban aquel círculo de la pista, en el centro de la carpa inmensa y me soñaba sobre el trapecio y el alambre. Todavía me recuerdo soñar con eso y me atraviesa aquella felicidad ingenua, genuina y preciosa. La misma felicidad que me produce escribir poesía, aunque desgarre y aunque la fuente de inspiración ya no sea la de mi juventud. Quizás porque no me ha sido dado el don para cumplir mi sueño circense, he sido compensada para moverme en la línea de un verso. Sí es así, me siento agradecida, por que de alguna manera esa línea está tendida en el aire de un equilibrio que sostiene la razón de la poesía, de escribir poesía. Y debajo no hay red.
Bibliografía:
Bertone, Concepción (1973): De la piel hacia adentro, Edición del autor, Rosario.
Bertone, Concepción (1983): El vuelo inmóvil, Ediciones La Cachimba, Rosario.
Bertone, Concepción (1993): Citas, Ediciones Bajo la luna, Buenos Aires-Rosario.
Bertone, Concepción (2006): Aria Da Capo, Ediciones del Dock y Revista La Guacha, Buenos Aires.
Bertone, Concepción/ compiladora (2008): Las 40. Poetas santafesinas (1922-1981), Ediciones Universidad Nacional del Litoral, Santa Fe.
Fondebrider, Jorge/ compilador (2006): Tres décadas de poesía argentina (1976-2006), Libros del Rojas, Buenos Aires.
Inchauspe, Juan Manuel (1994): Poesía completa, Ediciones Universidad Nacional del Litoral, Santa Fe.
Oliva, Aldo (2003): Poesía Completa, Editorial Municipal de Rosario, Rosario.
Prieto, Martín (2006): Breve historia de la literatura argentina, Taurus, Buenos Aires.
© Augusto Munaro 2008
Espéculo. Revista de estudios literarios. Universidad Complutense de Madrid
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