viernes, 12 de octubre de 2012

CARLOS CATANIA, ESCRITOR, ACTOR Y DIRECTOR DE TEATRO MITOLOGICO ("TEATRO DE LOS 21"): Antropofagia















Carlos Catania

Los tiempos que corren infunden la sensación (y conforman la noción) de que ya no hay vuelta atrás. El caos no se manifiesta sólo en cataclismos políticos y religiosos internacionales tales como el Holocausto, la bomba atómica, el 11 de setiembre (algo tan atroz como los crímenes perpetrados por los Estados Unidos en diversos “blancos” del planeta). De seguir enumerando hechos similares, rebasaríamos el espacio de esta breve nota, revelando los inmensos manicomios y cementerios, habitáculos de la estupidez universal.

Hay olor a podrido en este mundo, y si arrojáramos lo descompuesto a la basura, probablemente no quedaría nada en pie sobre la tierra. Se objetará este simple y ominoso axioma aludiendo a las maravillas de las técnicas y las ciencias que, según los encantadores clichés proselitistas, otorgan calidad y duración a la vida. Sería interesante saber de qué vida se trata. Personalmente se me antojan distracciones y caricias de gran contenido artificial, destinadas a prolongar la muerte de los muertos. Y por si esta apreciación tuviera sabor a nihilismo, diré que el que aquí escribe es un neurótico fanático de la existencia y un respetuoso admirador de las personas concientes. Aún entre quienes tienen en claro el asunto, persiste una entrega a la ficción de la esperanza. Creer que los cambios (reales) se producirán esperando el advenimiento de impulsos exteriores es algo muy común, absolutamente cómodo e inútil. Comparto el inmoralismo de Nietzche, que reniega de la existencia de fenómenos morales. Su crítica a la concepción cristiana del mundo, a sus principios y slogans, involucran otra concepción donde lo inmoral se opone a lo moral en curso.

La hipocresía de cuño burgués, consistente en quejarse de tal o cual problema que amenace desbaratar la organización de su cueva, ya provenga de decisiones políticas, de la seguridad o del precio de la carne, es rasgo típico del vivencialmente enclaustrado, del inerte que, por supuesto, no se siente responsable sino víctima, postura que le imposibilita reflexionar seriamente sobre los hechos que le producen urticaria, lo que, al menos, removería su conciencia paralizando su lengua de loro y, con fortuna, ejercitaría el oficio de francotirador.

Ignoro si tal conciencia serviría para algo. Muy a menudo me he preguntado de qué sirve escribir un libro cuando en la esquina de mi casa una anciana ha sido golpeada hasta morir, para robarle diez pesos. Hechos similares conturban el entendimiento y la “tesis” de Raskolnikov queda descartada.

Veamos. Todo el mundo, y con razón, pide justicia. Pero ¿a qué justicia recurrimos? ¿Hablamos de jueces probos o de corruptos? Porque conocemos muy bien a los que han asumido el cargo merced a jugarretas descerebradas, o nombrados por magistrados que “acomodan” a parientes, amigos e amantes inservibles, sin que se les caiga la cara a pedazos. En el plano político, de uno u otro lado, no sabemos conducirnos sino a dentelladas. Cuando el raciocinio cede lugar a las svásticas, ¿no significa que sólo un nazi sería capaz de exhibirlas? ¿Y qué ocurre cuando el Estado propone el rostro de una vaga ideología que carece de explicación?

 Somos los lobos de Hobbes. Licantropía que deriva en un peculiar cariz de antropofagia. ¿Quién se come a quién? Una mirada al pasado, al azar, enseña que comerse a otra persona no poseía un tinte metafórico.

En Titus Andronicus de Shakespeare, los hijos de Tamora violan a Lavinia (hija de Titus, general romano en la guerra contra los godos). Luego le cortan las manos y la lengua, a fin de que no pueda hablar ni escribir. Titus termina degollando a los violadores y con sus carnes cocina un pastel que Tamora come con deleite. Pero retrocediendo en el tiempo nos encontramos con un amigo de Sófocles llamado Herodoto, padre de la Historia al menos occidental (Siglo V antes de Cristo). En Los nueve libros de la Historia, cuenta que el rey Astiages soñó que su hija Mandana orinaba tanto que llenaba la ciudad e inundaba toda el Asia. Temeroso, la entrega en matrimonio a un persa llamado Cambises. Mandana queda embarazada, y cuando nace Ciro, Astiage convocó a Hárpago, uno de sus familiares y el más fiel de los medos, y le ordena que mate al niño y lo sepulte. Incapaz de hacerlo, Hárpago entrega el niño a Mitríades, un pastor cuya mujer embarazada acaba de parir un hijo muerto. Se adueñan de Ciro y entierran al otro. Para no hacer largo el cuento: el vaquero revela la verdad a Astiages y éste manda degollar al hijo de Hárpago. “Lo hizo pedazos, asó unos, coció otros, los aderezó bien y en un banquete obsequió a Hárpago la carne de su hijo, con la que se deleitó”. Etcétera.

¿A qué viene narrar estas encantadoras atrocidades? Ociosa pregunta, ya que se parangonan y calzan ajustadamente al estilo y hechos perpetrados por la dictadura militar que asoló al país, pues la antropofagia adquiere variados matices. 

Hacer desaparecer a un ser humano equivale a “comerlo”, a servirlo como modelo en el festín de la muerte. Y también hay niños de por medio, así que la forma carece de interés: el contenido es el mismo.

Hoy día tiene otras connotaciones para nada sutiles. La principal es la que crece cada día, cada año: confrontación entre los pudientes (¡qué término tan pragmático!) y los marginados, los llamados pobres, cada vez más acentuada. 

Un odio que hierve y no se atempera con retóricas neoliberales. Caldea el ambiente. Cuando un intocable irritado exclama “¡Negros de mierda!”, se asustaría de como lo llaman a él esos “negros”. Con seguridad, de saberlo, sus temores y rencores se multiplicarían. Se reclaman severas penas para ladrones, asesinos, piratas y otros delincuentes, pero habría que preguntarse si no somos los “normales”, los de “arriba”, los responsables de este enfrentamiento cada vez más parecido a una guerra o a una lucha de clases. Desde luego, es más sencillo echar la culpa, por ejemplo, a las drogas, cuando lo correcto sería señalar a los fabulosos engendros que las proporcionan. ¿Quién duda de la verticalidad? Lo que cae de arriba repercute en un plano inferior. Uno se interroga entonces acerca de la dirección en que miran los políticos. 

¿Qué ven? ¿Qué avizoran? ¿Qué piensan, si es que piensan? Siempre esperamos que la política sirve para algo. Pero quizás Henry Miller tenga razón.
No obstante, conozco a políticos de gran honestidad, visión e inteligencia. Hay otros, en cambio que hablan para no decir nada. Un primo hermano me confesaba: “Como siempre he sido corto de entendimiento y me cuesta pensar, mi padre que era muy emprendedor, me aconsejó que me enganchara en la política; después él se encargaría de que me hicieran diputado”.

fuente: diario EL LITORAL.- SANTA FE
6 DE oCTUBRE 2012.

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