Antecedentes de las Malvinas
Carlos Catania
En la escuela aprendí que las Islas
Malvinas son argentinas (“son y serán”). La lección perduró en mí. Años
después, cuando el ejército argentino quiso tomar posesión de aquel
archipiélago del Atlántico que enlaza las islas con la Patagonia y entró
en guerra con el Reino Unido, me pregunté (¿injustamente?) si en las
escuelas de mi época enseñaban a creer en vez de enseñar a pensar.
Las
Malvinas son argentinas, pero circunstancias coloniales transforman este
derecho en un violento principio nominal. A raíz de las recientes
palabras del primer ministro inglés, comprendí que en asuntos de
política exterior, las convicciones de gobierno y ciudadanía suelen ser
extremadamente opuestas.
La primera vez que estuvimos en Londres, nos
inquietaba el hecho de ser argentinos. ¿Cómo nos trataría la gente? Debo
confesar que todo el mundo, al conocer nuestra nacionalidad, nos
dispensaba una gran simpatía.
Mencionaban a Maradona y a su God‘s hand
(o the hand of God), pero nunca a las Malvinas. Es más: en un pub del
que nos habíamos hecho parroquianos, solicitamos a un señor que nos
sacara una fotografía. Lo hizo, y después de preguntarnos de dónde
veníamos, levantó su enorme vaso de cerveza y gritó: ¡argentinians are
nice people!
Hacia el año 1771, el célebre Samuel Johnson, más
conocido como el Dr. Johnson (después de Shakespeare el escritor más
citado en ensayos políticos y críticas literarias) publicó un extenso
trabajo que tituló “Pensamientos acerca de las recientes conversaciones
sobre las Islas Falkland”, obra que me permitió conocer, por así decir,
algunos antecedentes de nuestras islas.
Luego de señalar los horrores de una guerra,
sostiene que todo el sistema del imperio europeo puede estar en peligro
de un nuevo golpe, por la disputa “de unos pocos trozos de tierra que,
en los desiertos del océano, casi habían escapado a la vista de los
hombres y que, si por casualidad no hubieran sido una marca en el mar
(seamark, para dirigir el curso de los barcos), quizás nunca hubieran
tenido nombre”.
Hacia 1592, el capitán Davis fue arrastrado por
las tormentas alrededor del Estrecho de Magallanes. Es de suponer que
fue el primero en avistar las islas, pero las dejó igual que las
encontró, sin nombre. En 1594 (y paso por alto objetivos y proyecciones
de estos viajes), Sir Richard Hawkins halló las islas y en honor de su
señora las llamó Hawkins’s Maiden Land (Tierra de la doncella de
Hawkins). Años después (1598), los holandeses enviaron a Verhagen y a
Sebald de Wert al Mar del Sur. Las islas cambiaron de nombre: Islas de
Sebald y fueron insertadas en los mapas.
Se cree que recién en 1689, el actual nombre
inglés fue dado por el capitán John Strong, quien consideró que no había
en ellas madera ni agua. Después, algunos navíos de St. Maloes
visitaron las islas y desde entonces pasaron a llamarse Malouinas,
denominación usada luego por los españoles que nunca las habían
considerado tan importantes como para merecer un nombre.
Asombra considerar la facilidad con que algunos
intereses, a menudo espurios, sacan partido de lo evaluado como
insignificante. El relator del viaje de un tal Anson, recomendó un
asentamiento en las Falkland, como necesario para el éxito de futuras
expediciones contra la costa de Chile, lo que en una guerra los haría
amos del Mar del Sur. Al respecto opina el Dr. Johnson: “¿Qué uso puede
tener sino como estación para comerciantes contrabandistas, vivero de
fraudes y receptáculo de bienes robados?”. Sin embargo, la descripción
del viaje de Aston causó impresión en los estadistas. En 1748 se
equiparon barcos de expedición para conocer mejor las islas. Al
enterarse, el embajador español se opuso e insistió en el derecho de los
españoles al dominio exclusivo del Mar del Sur. Después de tires y
aflojes, el ministerio abandonó el plan.
La Isla de Falkland fue olvidada... hasta que el
conde Egmont, director de asuntos navales, envió al capitán Byron
(abuelo del poeta), quien tomó posesión en 1765, en nombre de Su
Majestad Británica. Describe la isla como una región sin árboles, puerto
espacioso y seguro, agua y suelo excelentes. Cada día mataban cien
gansos o pedradas para alimentar a los marinos y encontró hierro en
abundancia. Un territorio fértil y agradable. Cuando llegó a Puerto
Egmont el capitán Macbride, su descripción del lugar no fue tan bueno;
no obstante construyo un fuerte y apostó una guarnición. Los gansos
brillaban por su ausencia. Había zorros, lobos marinos y pinguinos. Los
vegetales no prosperaban; cabras, ovejas y cerdos se reproducían con
éxito.
Las provisiones eran enviadas desde Inglaterra,
“lo que a nosotros nos tenía ya casi cansados. Ciertamente no
esperábamos que lo envidiara nadie, y por lo tanto suponíamos que se nos
permitiera residir en La Isla de Falkland como señores indiscutidos de
aquel yermo azotado por las tempestades”. Pero... un día de 1769 una
goleta española rondó la isla. El capitán Hunt envió al comandante un
mensaje pidiéndole que se alejara. El español aparentemente obedeció,
pero dos días después regresó con cartas escritas por el gobernador de
Puerto Soledad. Le instaban a que se fueran por estar ocupando dominios
del Rey de España. Protesta va, protesta viene, los ingleses
permanecieron en Falkland sin ser molestados.
Provenientes de Buenos Aires llegó a Egmont la
fragata Industria y luego cuatro fragatas más. Se produjo un conato de
guerra que no pasó a mayores. Se supo que Buccarelli, gobernador de
Buenos Aires, había expulsado por la fuerza a los ingleses. Se exigió la
restitución de la isla. España promete entonces devolver el puerto y
fuerte Egmont con toda la artillería y provisiones.
Aunque faltan muchos datos, aquí me gustaría
poner fin a esta glosa del artículo del Dr. Johnson que, con seguridad,
muchos conocen. Porque para llegar a nuestros días, pasando por la
independencia, por las reiteradas protestas y por la expuesta finalidad
política del Reino Unido, sería necesario un libro... o dos. Podemos
apreciar (recurriendo a un lugar común bastante adocenado) que los
tiempos han cambiado, no así la avidez, irracionalidad y astucia de los
hombres que conducen los Imperios.
Claro que en ocasiones han
“aflojado”. Hemos visto desfilar en las Olimpíadas a los atletas de
Belice que, en 1981, obtuvo su independencia y dejó de llamarse
“Honduras Británicas”.
Hoy las Malvinas no responden a la descripción
del Dr. Johnson; al estimar el beneficio que aportaba esa conquista, se
preguntaba: “¿Qué hemos adquirido? Una soledad sombría, una isla que el
uso humano ha arrojado a un lado”. Actualmente diríamos del lado de los
ingleses, pero sin vínculo alguno que engarce esas pequeñas islas con la
gran isla que ellos habitan. Con seguridad no las codician para matar
gansos o pedradas.
13 de agosto 2012
Diario El Litoral- Santa Fe
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