skip to main |
skip to sidebar
JORGE LUIS BORGES, maestro de maestros, escritor, poeta, intelectual, uno de los más grandes escritores argentinos, latinoamericanos y universales de todos los tiempos nos regala FUNES EL MEMORIOSO
Jorge Luis Borges
(1899–1986)
Funes El Memorioso
(Artificios, 1944;
Ficciones, 1944)
Lo recuerdo (yo no tengo derecho a pronunciar ese verbo
sagrado, sólo un hombre en la tierra tuvo derecho y ese hombre ha
muerto) con una oscura pasionaria en la mano, viéndola como nadie la ha
visto, aunque la mirara desde el crepúsculo del día hasta el de la
noche, toda una vida entera. Lo recuerdo, la cara taciturna y aindiada y
singularmente remota, detrás del cigarrillo. Recuerdo (creo) sus manos
afiladas de trenzador.
Recuerdo cerca de esas manos un mate, con las
armas de la Banda Oriental; recuerdo en la ventana de la casa una estera
amarilla, con un vago paisaje lacustre.
Recuerdo claramente su voz; la
voz pausada, resentida y nasal del orillero antiguo, sin los silbidos
italianos de ahora. Más de tres veces no lo vi; la última, en 1887... Me
parece muy feliz el proyecto de que todos aquellos que lo trataron
escriban sobre él; mi testimonio será acaso el más breve y sin duda el
más pobre, pero no el menos imparcial del volumen que editarán ustedes.
Mi deplorable condición de argentino me impedirá incurrir en el
ditirambo —género obligatorio en el Uruguay, cuando el tema es un
uruguayo. Literato, cajetilla, porteño: Funes no dijo esas injuriosas
palabras, pero de un modo suficiente me consta que yo representaba para
él esas desventuras. Pedro Leandro Ipuche ha escrito que Funes era un
precursor de los superhombres; “Un Zarathustra cimarrón y vernáculo”; no
lo discuto, pero no hay que olvidar que era también un compadrito de
Fray Bentos, con ciertas incurables limitaciones.
Mi primer
recuerdo de Funes es muy perspicuo. Lo veo en un atardecer de marzo o
febrero del año ochenta y cuatro. Mi padre, ese año, me había llevado a
veranear a Fray Bentos. Yo volvía con mi primo Bernardo Haedo de la
estancia de San Francisco. Volvíamos cantando, a caballo, y ésa no era
la única circunstancia de mi felicidad. Después de un día bochornoso,
una enorme tormenta color pizarra había escondido el cielo. La alentaba
el viento del Sur, ya se enloquecían los árboles; yo tenía el temor (la
esperanza) de que nos sorprendiera en un descampado el agua elemental.
Corrimos una especie de carrera con la tormenta. Entramos en un callejón
que se ahondaba entre dos veredas altísimas de ladrillo. Había
oscurecido de golpe; oí rápidos y casi secretos pasos en lo alto; alcé
los ojos y .vi un muchacho que corría por la estrecha y rota vereda como
por una estrecha y rota pared. Recuerdo la bombacha, las alpargatas,
recuerdo el cigarrillo en el duro rostro, contra el nubarrón ya sin
límites. Bernardo le gritó imprevisiblemente: ¿Qué horas son, Ireneo?
Sin consultar el cielo, sin detenerse, el otro respondió: Faltan cuatro
mínutos para las ocho, joven Bernardo Juan Francisco. La voz era aguda,
burlona.
Yo soy tan distraído que el diálogo que acabo de
referir no me hubiera llamado la atención si no lo hubiera recalcado mi
primo, a quien estimulaban (creo) cierto orgullo local, y el deseo de
mostrarse indiferente a la réplica tripartita del otro.
Me
dijo que el muchacho del callejón era un tal Ireneo Funes, mentado por
algunas rarezas como la de no darse con nadie y la de saber siempre la
hora, como un reloj. Agregó que era hijo de una planchadora del pueblo,
María Clementina Funes, y que algunos decían que su padre era un médico
del saladero, un inglés O'Connor, y otros un domador o rastreador del
departamento del Salto. Vivía con su madre, a la vuelta de la quinta de
los Laureles.
Los años ochenta y cinco y ochenta y seis
veraneamos en la ciudad de Montevideo. El ochenta y siete volví a Fray
Bentos. Pregunté, como es natural, por todos los conocidos y,
finalmente, por el “cronométrico Funes”. Me contestaron que lo había
volteado un redomón en la estancia de San Francisco, y que había quedado
tullido, sin esperanza. Recuerdo la impresión de incómoda magia que la
noticia me produjo: la única vez que yo lo vi, veníamos a caballo de San
Francisco y él andaba en un lugar alto; el hecho, en boca de mi primo
Bernardo, tenía mucho de sueño elaborado con elementos anteriores. Me
dijeron que no se movía del catre, puestos los ojos en.la higuera del
fondo o en una telaraña. En los atardeceres, permitía que lo sacaran a
la ventana. Llevaba la soberbia hasta el punto de simular que era
benéfico el golpe que lo había fulminado... Dos veces lo vi atrás de la
reja, que burdamente recalcaba su condición de eterno prisionero: una,
inmóvil, con los ojos cerrados; otra, inmóvil también, absorto en la
contemplación de un oloroso gajo de santonina.
No sin
alguna vanagloria yo había iniciado en aquel tiempo el estudio metódico
del latin. Mi valija incluía el De viris illustribus de Lhomond, el
Thesaurus de Quicherat, los comentarios de Julio César y un volumen
impar de la Naturalis historia de Plinio, que excedía (y sigue
excediendo) mis módicas virtudes de latinista. Todo se propala en un
pueblo chico; Ireneo, en su rancho de las orillas, no tardó en enterarse
del arribo de esos libros anómalos. Me dirigió una carta florida y
ceremoniosa, en la que recordaba nuestro encuentro, desdichadamente
fugaz, “del día siete de febrero del año ochenta y cuatro”, ponderaba
los gloriosos servicios que don Gregorio Haedo, mi tío, finado ese mismo
año, “había prestado a las dos patrias en la valerosa jornada de
Ituzaingó”, y me solicitaba el préstamo de cualquiera de los volúmenes,
acompañado de un diccionario “para la buena inteligencia del texto
original, porque todavía ignoro el latín”. Prometía devolverlos en buen
estado, casi inmediatamente. La letra era perfecta, muy perfilada; la
ortografía, del tipo que Andrés Bello preconizó: i por y, j por g. Al
principio, temí naturalmente una broma. Mis primos me aseguraron que no,
que eran cosas de Ireneo. No supe si atribuir a descaro, a ignorancia o
a estupidez la idea de que el arduo latín no requería más instrumento
que un diccionario; para desengañarlo con plenitud le mandé el Gradus ad
Parnassum de Quicherat. y la obra de Plinio:
El catorce de
febrero me telegrafiaron de Buenos Aires que volviera inmediatamente,
porque mi padre no estaba “nada bien”. Dios me perdone; el prestigio de
ser el destinatario de un telegrama urgente, el deseo de comunicar a
todo Fray Bentos la contradicción entre la forma negativa de la noticia y
el perentorio adverbio, la tentación de dramatizar mi dolor, fingiendo
un viril estoicismo, tal vez me distrajeron de toda posibilidad de
dolor. Al hacer la valija, noté que me faltaban el Gradus y el primer
tomo de la Naturalis historia. El “Saturno” zarpaba al día siguiente,
por la mañana; esa noche, después de cenar, me encaminé a casa de Funes.
Me asombró que la noche fuera no menos pesada que el día.
En el decente rancho, la madre de Funes me recibió. Me dijo que Ireneo
estaba en la pieza del fondo y que no me extrañara encontrarla a
oscuras, porque Ireneo sabía pasarse las horas muertas sin encender la
vela. Atravesé el patio de baldosa, el corredorcito; llegué al segundo
patio. Había una parra; la oscuridad pudo parecerme total. Oí de pronto
la alta y burlona voz de Ireneo. Esa voz hablaba en latín; esa voz (que
venía de la tiniebla) articulaba con moroso deleite un discurso o
plegaria o incantación. Resonaron las sílabas romanas en el patio de
tierra; mi temor las creía indescifrables, interminables; después, en el
enorme diálogo de esa noche, supe que formaban el primer párrafo del
vigésimocuarto capítulo del libro séptimo de la Naturalis historia. La
materia de ese capítulo es la memoria; las palabras últimas fueron ut
nihil non usdem verbis redderetur auditum.
Sin el menor
cambio de voz, Ireneo me dijo que pasara. Estaba en el catre, fumando.
Me parece que no le vi la cara hasta el alba; creo rememorar el ascua
momentánea del cigarrillo. La pieza olía vagamente a humedad. Me senté;
repetí la historia del telegrama y de la enfermedad de mi padre. Arribo,
ahora, al más dificil punto de mi relato. Este (bueno es que ya lo sepa
el lector) no tiene otro argumento que ese diálogo de hace ya medio
siglo.
No trataré de reproducir sus palabras, irrecuperables ahora.
Prefiero resumir con veracidad las muchas cosas que me dijo Ireneo. El
estilo indirecto es remoto y débil; yo sé que sacrifico la eficacia de
mi relato; que mis lectores se imaginen los entrecortados períodos que
me abrumaron esa noche.
Ireneo empezó por enumerar, en
latín y español, los casos de memoria prodigiosa registrados por la
Naturalis historia: Ciro, rey de los persas, que sabía llamar por su
nombre a todos los soldados de sus ejércitos; Mitrídates Eupator, que
administraba la justicia en los 22 idiomas de su imperio; Simónides,
inventor de la mnemotecnia; Metrodoro, que profesaba el arte de repetir
con fidelidad lo escuchado una sola vez. Con evidente buena fe se
maravilló de que tales casos maravillaran. Me dijo que antes de esa
tarde lluviosa en que lo volteó el azulejo, él había sido lo que son
todos los cristianos: un ciego, un sordo, un abombado, un desmemoriado.
(Traté de recordarle su percepción exacta del tiempo, su memoria de
nombres propios; no me hizo caso.) Diecinueve años había vivido como
quien sueña: miraba sin ver, oía sin oír, se olvidaba de todo, de casi
todo. Al caer, perdió el conocimiento; cuando lo recobró, el presente
era casi intolerable de tan rico y tan nítido, y también las memorias
más antiguas y más triviales. Poco después averiguó que estaba tullido.
El hecho apenas le interesó. Razonó (sintió) que la inmovilidad era un
precio mínimo. Ahora su percepción y su memoria eran infalibles.
Nosotros, de un vistazo, percibimos tres copas en una mesa; Funes,
todos los vástagos y racimos y frutos que comprende una parra. Sabía
las formas de las nubes australes del amanecer del treinta de abril de
mil ochocientos ochenta y dos y podía compararlas en el recuerdo con las
vetas de un libro en pasta española que sólo había mirado una vez y con
las líneas de la espuma que un remo levantó en el Río Negro la víspera
de la acción del Quebracho. Esos recuerdos no eran simples; cada imagen
visual estaba ligada a sensaciones musculares, térmicas, etc. Podía
reconstruir todos los sueños, todos los entresueños. Dos o tres veces
había reconstruido un día entero; no había dudado nunca, pero cada
reconstrucción había requerido un día entero.
Me dijo: Más recuerdos
tengo yo solo que los que habrán tenido todos los hombres desde que el
mundo es mundo. Y también: Mis sueños son como 1a vigilia de ustedes. Y
también, hacia el alba: Mi memoría, señor, es como vacíadero de basuras.
Una circunferencia en un pizarrón, un triángulo rectángulo, un rombo,
son formas que podemos intuir plenamente; lo mismo le pasaba a Ireneo
con las aborrascadas crines de un potro, con una punta de ganado en una
cuchilla, con el fuego cambiante y con la innumerable ceniza, con las
muchas caras de un muerto en un largo velorio. No sé cuántas estrellas
veía en el cielo.
Esas cosas me dijo; ni entonces ni
después las he puesto en duda. En aquel tiempo no había cinematógrafos
ni fonógrafos; es, sin embargo, inverosímil y hasta increíble que nadie
hiciera un experimento con Funes. Lo cierto es que vivimos postergando
todo lo postergable; tal vez todos sabemos profundamente que somos
in—mortales y que tarde o temprano, todo hombre hará todas las cosas y
sabrá todo.
La voz de Funes, desde la oscuridad, seguía hablando..
Me dijo que hacia 1886 había discurrido un sistema original de
numeración y que en muy pocos días había rebasado el veinticuatro mil.
No lo había escrito, porque lo pensado una sola vez ya no podía
borrársele. Su primer estímulo, creo, fue el desagrado de que los
treinta y tres orientales requirieran dos signos y tres palabras, en
lugar de una sola palabra y un solo signo.
Aplicó luego ese disparatado
principio a los otros números. En lugar de siete mil trece, decía (por
ejemplo) Máximo Pérez; en lugar de siete mil catorce, El Ferrocarril;
otros números eran Luis Melián Lafinur, Olimar, azufre, los bastos, la
ballena, gas, 1a caldera, Napoleón, Agustín vedia. En lugar de
quinientos, decía nueve. Cada palabra tenía un signo particular, una
especie marca; las últimas muy complicadas... Yo traté explicarle que
esa rapsodia de voces inconexas era precisamente lo contrario sistema
numeración. Le dije decir 365 tres centenas, seis decenas, cinco
unidades; análisis no existe en los “números” El Negro Timoteo o manta
de carne. Funes no me entendió o no quiso entenderme.
Locke, siglo XVII, postuló (y reprobó) idioma imposible en el que cada
cosa individual, cada piedra, cada pájaro y cada rama tuviera nombre
propio; Funes proyectó alguna vez un idioma análogo, pero lo desechó por
parecerle demasiado general, demasiado ambiguo. En efecto, Funes no
sólo recordaba cada hoja de cada árbol de cada monte, sino cada una de
las veces que la había percibido o imaginado. Resolvió reducir cada una
de sus jornadas pretéritas a unos setenta mil recuerdos, que definiría
luego por cifras. Lo disuadieron dos consideraciones: la conciencia de
que la tarea era interminable, la conciencia de que era inútil. Pensó
que en la hora de la muerte no habría acabado aún de clasificar todos
los recuerdos de la niñez.
Los dos proyectos que he
indicado (un vocabulario infinito para serie natural de los números, un
inútil catálogo mental de todas las imágenes del recuerdo) son
insensatos, pero revelan cierta balbuciente grandeza. Nos dejan
vislumbrar o inferir el vertiginoso mundo de Funes. Éste, no lo
olvidemos, era casi incapaz de ideas generales, platónicas. No sólo le
costaba comprender que el símbolo genérico perro abarcara tantos
individuos dispares de diversos tamaños y diversa forma; le molestaba
que el perro de las tres y catorce (visto de perfil) tuviera el mismo
nombre que el perro de las tres y cuarto (visto de frente).
Su propia
cara en el espejo, sus propias manos, lo sorprendían cada vez. Refiere
Swift que el emperador de Lilliput discernía el movimiento del minutero;
Funes discernía continuamente los tranquilos avances de la corrupción,
de las caries, de la fatiga. Notaba los progresos de la muerte, de la
humedad. Era el solitario y lúcido espectador de un mundo multiforme,
instantáneo y casi intolerablemente preciso. Babilonia, Londres y Nueva
York han abrumado con feroz esplendor la imaginación de los hombres;
nadie, en sus torres populosas o en sus avenidas urgentes, ha sentido el
calor y la presión de una realidad tan infatigable como la que día y
noche convergía sobre el infeliz Ireneo, en su pobre arrabal
sudamericano. Le era muy difícil dormir.
Dormir es distraerse del mundo;
Funes, de espaldas en el catre, en la sombra, se figuraba cada grieta y
cada moldura de las casas precisas que lo rodeaban. (Repito que el
menos importante de sus recuerdos era más minucios y más vivo que
nuestra percepción de un goce físico o de un tormento físico.) Hacia el
Este, en un trecho no amanzanado, había casas nuevas, desconocidas.
Funes las imaginaba negras, compactas, hechas de tiniebla homogénea; en
esa dirección volvía la cara para dormir. También solía imaginarse en el
fondo del río, mecido y anulado por la corriente.
Había
aprendido sin esfuerzo el inglés, el francés, el portugués, el latín.
Sospecho, sin embargo, que no era muy capaz de pensar. Pensar es olvidar
diferencias, es generalizar, abstraer. En el abarrotado mundo de Funes
no había sino detalles, casi inmediatos.
La recelosa claridad de la madrugada entró por el patio de tierra.
Entonces vi la cara de la voz que toda la noche había hablado.
Ireneo tenía diecinueve años; había nacido en 1868; me pareció
monumental como el bronce, más antiguo que Egipto, anterior a las
profecías y a las pirámides. Pensé que cada una de mis palabras (que
cada uno de mis gestos) perduraría en su implacable memoria; me
entorpeció el temor de multiplicar ademanes inútiles.
Ireneo Funes murió en 1889, de una congestión pulmonar.
No hay comentarios:
Publicar un comentario