SALAMANDRAS
Las salamandras somos espíritus elementales, compuestos por las más sutiles partes del fuego, en donde habitamos.
Danzamos entre las llamas y en eso reside nuestra maravilla y nuestro horror. Nos retorcemos, sí , nos retorcemos rojas y transparentes, azules cuando una tristeza nos tornasola, amarillas de vitalidad, naranjas.
Somos salamandras, piernas de rama joven, brazos espiralados. Ah las abuelas que prohibían la contemplación del fuego, ah los jóvenes fascinados de amor y quemados por las llamas deseantes. Ah de los hombres que se deleitan se eclipsan se desmenuzan contemplando el fuego. Ah de los hombres y los espantos del infinito arder, del constante ardor, de la punzada fatal de entrever nuestros cuerpos delicados e inasibles.
Habitamos el fuego nosotras, habitamos el fuego. Nuestra factura es de aire y de la evanescente naturaleza de lo perecedero. En el fuego habitamos. Nosotras.
Espíritus elementales somos. No tenemos espalda, carecemos de detrás, de sombra, no poseemos otra cosa que nuestra danza y nuestro ofrecimiento. Bailamos nuestra música, chasquidos y desgarros tenues, una melodía silenciosa que se crea en el largo instante en el único y eterno instante de la combustión. El fuego compone su propia música silente, cadencia de hojas que se mecen, crecimientos y pausas con su propio son.
Somos salamandras, la perversa imaginación de las madres asustadas nos mintió reptiles, nos otorgó cualidades de iguana. Más sutil es nuestra naturaleza ígnea.
Sabemos de hogueras, de brujas, sabemos de hechicerías y de chispas que alcanzan a los desprevenidos o a los durmientes. Sabemos de la seducción de la figura apenas entrevista. De la angustia de escamotear la posesión, de ofrecer y no dar. De mostrarnos bellas y luminosas, cercanas. Tan lejanas sin embargo, tan en un lugar inaccesible. Sabemos aparentar cercanía y sabemos quitar lo que nunca se tuvo.
Ah de los hombres que ceden a la tentación de desearnos. Ah de esos hombres condenados a la insatisfacción, al lento derrumbarse de los leños, a la ceniza. Ah de esos hombres, de esos pobres hombres a quienes matamos dulcemente con nuestro amor.
Pero somos salamandras. Eso somos para nuestro atroz deleite, eso somos porque no puede escogerse la naturaleza ni la propia condición.
Soy una salamandra. Pueden nombrarme, también, mujer.
Las salamandras somos espíritus elementales, compuestos por las más sutiles partes del fuego, en donde habitamos.
Danzamos entre las llamas y en eso reside nuestra maravilla y nuestro horror. Nos retorcemos, sí , nos retorcemos rojas y transparentes, azules cuando una tristeza nos tornasola, amarillas de vitalidad, naranjas.
Somos salamandras, piernas de rama joven, brazos espiralados. Ah las abuelas que prohibían la contemplación del fuego, ah los jóvenes fascinados de amor y quemados por las llamas deseantes. Ah de los hombres que se deleitan se eclipsan se desmenuzan contemplando el fuego. Ah de los hombres y los espantos del infinito arder, del constante ardor, de la punzada fatal de entrever nuestros cuerpos delicados e inasibles.
Habitamos el fuego nosotras, habitamos el fuego. Nuestra factura es de aire y de la evanescente naturaleza de lo perecedero. En el fuego habitamos. Nosotras.
Espíritus elementales somos. No tenemos espalda, carecemos de detrás, de sombra, no poseemos otra cosa que nuestra danza y nuestro ofrecimiento. Bailamos nuestra música, chasquidos y desgarros tenues, una melodía silenciosa que se crea en el largo instante en el único y eterno instante de la combustión. El fuego compone su propia música silente, cadencia de hojas que se mecen, crecimientos y pausas con su propio son.
Somos salamandras, la perversa imaginación de las madres asustadas nos mintió reptiles, nos otorgó cualidades de iguana. Más sutil es nuestra naturaleza ígnea.
Sabemos de hogueras, de brujas, sabemos de hechicerías y de chispas que alcanzan a los desprevenidos o a los durmientes. Sabemos de la seducción de la figura apenas entrevista. De la angustia de escamotear la posesión, de ofrecer y no dar. De mostrarnos bellas y luminosas, cercanas. Tan lejanas sin embargo, tan en un lugar inaccesible. Sabemos aparentar cercanía y sabemos quitar lo que nunca se tuvo.
Ah de los hombres que ceden a la tentación de desearnos. Ah de esos hombres condenados a la insatisfacción, al lento derrumbarse de los leños, a la ceniza. Ah de esos hombres, de esos pobres hombres a quienes matamos dulcemente con nuestro amor.
Pero somos salamandras. Eso somos para nuestro atroz deleite, eso somos porque no puede escogerse la naturaleza ni la propia condición.
Soy una salamandra. Pueden nombrarme, también, mujer.
del Libro: HISTORIAS VERSAS Y PERVERSAS, Edit. ATE, Santa Fe, 2009-
ARGENTINA.
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