De pecador a hidalgo
Jorge Fernández Díaz
LA NACION
Hubo un tiempo en el que representaba el pecado. Era, claro está, un pecado módico, una sensualidad decorosa, un erotismo sudoroso y cuidado, a la medida de toda esa época ingenua.
Luego sucesivos mitos argentinos ocuparon aquel lugar transgresor e inquietante: el pecado se volvió entonces más ominoso y explícito en la Argentina. Pero Sandro no se cayó de su trono. Reconvirtió su sensualidad física en seducción intelectual, y sus bailes acrobáticos y pélvicos en parodias tiernas. Le bastó para seguir siendo un cantante popular inoxidable, que hasta se burlaba de sí mismo.
Con el tiempo logró "desgrasarse" sin dejar el target plebeyo, y acceder a públicos más sofisticados, que lo veían como un Sinatra criollo y kitsch, y lo seguían con una mezcla de perplejidad, condescendencia y profunda admiración en sus conciertos del Gran Rex.
Sabiéndose ya unánime, Sandro gozó al final hasta del prestigio, el Olimpo que no muchas voces románticas alcanzan en vida. Después de muertas, cuando se vuelven inofensivas, esas voces suelen ser canonizadas por las clases medias biempensantes y hasta por los intelectuales. Sandro consiguió ese extraño privilegio cuando estaba lúcido y relativamente sano, y gozó varios años de esas mieles.
Era, en los temas rápidos, una broma de su pasado. Una broma compartida con su público. Y era, en los lentos, un cantante excepcional, una deidad de la canción melódica.
Como celebridad, levantó un muro contra las miserias del chisme y la delación. Y a pesar de ser tan grande, jamás se dio importancia. Le oí pronunciar una vez una extraña frase: nunca consumas la mercadería que producís. No te creas la farsa del éxito, quería decir. No te entregues al personaje que inventaste ni al ambiente falsamente brillante que te arropa ni al ego que te acecha. No caigas en la tumba de la gloria. Es quizás por eso que Sandro jamás pretendió aparentar lo que no era: muchas veces se regocijaba incluso desarmando el homenaje pomposo que le hacían con un chiste de barrio. Un chiste revestido de una carcajada abrupta y mefistofélica.
Hacía ayuda solidaria y social en la más absoluta de las reservas, y era generoso con sus amigos: a varios los rescató de la mala, y les prohibió que se lo contaran a los medios.
Es curioso. Murió un ídolo argentino que era un caballero, un campeón de la cortesía, un milagro de la amistad, un hidalgo. No muere un demagogo, ni un profesional del escándalo, ni un improvisado ni un caprichoso ni un fabricante de rencores. Muere alguien que se parece a lo mejor que los argentinos queremos ser, y también a lo que lamentablemente no hemos sido.
Vaya redención para alguien que representaba el pecado.
FUENTE: La Nación - Buenos Aires-
Martes 5 de enero de 2010 Publicado en edición impresa
Jorge Fernández Díaz
LA NACION
Hubo un tiempo en el que representaba el pecado. Era, claro está, un pecado módico, una sensualidad decorosa, un erotismo sudoroso y cuidado, a la medida de toda esa época ingenua.
Luego sucesivos mitos argentinos ocuparon aquel lugar transgresor e inquietante: el pecado se volvió entonces más ominoso y explícito en la Argentina. Pero Sandro no se cayó de su trono. Reconvirtió su sensualidad física en seducción intelectual, y sus bailes acrobáticos y pélvicos en parodias tiernas. Le bastó para seguir siendo un cantante popular inoxidable, que hasta se burlaba de sí mismo.
Con el tiempo logró "desgrasarse" sin dejar el target plebeyo, y acceder a públicos más sofisticados, que lo veían como un Sinatra criollo y kitsch, y lo seguían con una mezcla de perplejidad, condescendencia y profunda admiración en sus conciertos del Gran Rex.
Sabiéndose ya unánime, Sandro gozó al final hasta del prestigio, el Olimpo que no muchas voces románticas alcanzan en vida. Después de muertas, cuando se vuelven inofensivas, esas voces suelen ser canonizadas por las clases medias biempensantes y hasta por los intelectuales. Sandro consiguió ese extraño privilegio cuando estaba lúcido y relativamente sano, y gozó varios años de esas mieles.
Era, en los temas rápidos, una broma de su pasado. Una broma compartida con su público. Y era, en los lentos, un cantante excepcional, una deidad de la canción melódica.
Como celebridad, levantó un muro contra las miserias del chisme y la delación. Y a pesar de ser tan grande, jamás se dio importancia. Le oí pronunciar una vez una extraña frase: nunca consumas la mercadería que producís. No te creas la farsa del éxito, quería decir. No te entregues al personaje que inventaste ni al ambiente falsamente brillante que te arropa ni al ego que te acecha. No caigas en la tumba de la gloria. Es quizás por eso que Sandro jamás pretendió aparentar lo que no era: muchas veces se regocijaba incluso desarmando el homenaje pomposo que le hacían con un chiste de barrio. Un chiste revestido de una carcajada abrupta y mefistofélica.
Hacía ayuda solidaria y social en la más absoluta de las reservas, y era generoso con sus amigos: a varios los rescató de la mala, y les prohibió que se lo contaran a los medios.
Es curioso. Murió un ídolo argentino que era un caballero, un campeón de la cortesía, un milagro de la amistad, un hidalgo. No muere un demagogo, ni un profesional del escándalo, ni un improvisado ni un caprichoso ni un fabricante de rencores. Muere alguien que se parece a lo mejor que los argentinos queremos ser, y también a lo que lamentablemente no hemos sido.
Vaya redención para alguien que representaba el pecado.
FUENTE: La Nación - Buenos Aires-
Martes 5 de enero de 2010 Publicado en edición impresa
No hay comentarios:
Publicar un comentario