sábado, 18 de junio de 2011

Comedor Universitario de la U.N.L.: Cuando se hablaba de política en la mesa

Cuando se hablaba  de política en la mesa

Alrededor de la mesa. Cientos de estudiantes pasaban por el comedor cada mediodía y noche.

Cuando se hablaba de política en la mesa

Por el ex Comedor Universitario pasaron miles de jóvenes que hicieron de ese lugar un espacio de encuentro y debate. Algunos de aquellos estudiantes reconstruyen parte de su historia.


TEXTOS. NANCY BALZA. FOTOS. ARCHIVO UNL, PABLO AGUIRRE Y EL LITORAL


Hasta Buenos Aires, San Luis, Salta, Entre Ríos, Mendoza, Misiones, Neuquén y más al sur del país todavía; por Europa y otros sitios del mundo es posible rastrear a ex estudiantes que a fines de los “50 y hasta principios de los “70 hicieron sus carreras en Santa Fe y pasaron por el Comedor Universitario. Muchos de ellos mantienen todavía el contacto, algunos se reencuentran en forma periódica para volver a debatir como entonces, pero en otro contexto político y un momento histórico bien diferente. Para algunos de ellos es -si no fuera por las dolorosas ausencias- casi como si el tiempo no hubiera pasado.

Luego de concretarse la apertura de un nuevo comedor, que desde mediados de agosto del año pasado funciona en el salón de usos múltiples del Predio UNL-ATE, Nosotros rastreó, en el testimonio de ex estudiantes, la historia de aquel espacio de bulevar Pellegrini que casi medio siglo atrás se convirtió en pasaporte real a la materialización de una carrera que, sin ese apoyo, muchos no hubieran podido concretar. Pero que también fue centro de socialización y encuentro, de reunión y debate.

Fue en ese “rastreo”’ que una voz fue llevando a otra hasta reconstruir -desde distintos puntos de vista- un fragmento de aquella época, entre los últimos años de la década del “50 y 1975, cuando el comedor cerró sus puertas y con él se extinguió un apoyo indispensable a estudiantes sin recursos, pero también y por muchos años, la posibilidad de opinar y disentir.

De mozo a juez

Para sus pares era “El Viejo” porque andaba por los 29 cuando sus compañeros de estudio y residencia tenían 18. Rogelio Capanema Ferreira fue mozo del Comedor Universitario mientras cursaba materias en Derecho y afirma que allí cada uno tenía su historia. Él cuenta la suya: “estaba en La Plata jugando al fútbol y estudiaba Arquitectura, mi papá estaba muy enfermo; falleció un 31 de diciembre. Largué el fútbol -después todos mis amigos salieron campeones-, y me volví a Concordia a trabajar. Mi papá era zapatero, mi mamá sirvienta y mi hermano, que tenía 15 años, me dijo: seguí estudiando vos. Entonces, me puse a estudiar para ingresar a la Universidad de La Plata y, para mantenerme, trabajaba en el mercado de Abasto, en calle 4 y 48”.

“Después, con tres muchachos nos vinimos a Santa Fe donde la Universidad tenía residencias para gente no pudiente y, mientras se resolvían los trámites, dormía en el suelo con otros compañeros hasta que me adjudicaron un lugar en la casa de calle Suipacha, entre Urquiza y Francia”. A esa residencia le decían “La Academia” y guarda infinitas historias de la gente que pasó por ahí. “A la Academia iban todos, se hacían peñas y cooperativas”.

Él militaba en el Movimiento Universitario Peronista (MUP), pero “cada estudiante tenía sus posiciones. Buscábamos un punto en común para trabajar sobre ideas que a veces eran opuestas”.

“Gracias al comedor universitario varios de nosotros pudimos estudiar”, afirma ahora, ya jubilado del Poder Judicial, donde llegó a ser juez. Pero el comedor no era sólo para ir a comer: “era centro de baile, de actividad social y política, a veces con fuerte contenido. Yo me pude recibir pero algunos años después cerró, y muchos no pudieron seguir estudiando”. Y a tal punto piensa así que, para él, “si no fuera por aquella ayuda, no estaría acá”.

Después de recibirse y como siempre le gustó la docencia, “quise devolver lo que me habían dado, así que trabajé varios años dando clases sin cobrar; después seguí con Finanzas Públicas y Derecho Tributario, seguí estudiando, me recibí de Escribano, hice un posgrado en Derecho de Trabajo, entré a la Justicia y me jubilé en esa actividad”. Es que la consigna siempre fue: “si alguno llega, que no se olvide del que está abajo”.

Todos los años o cuando la agenda común lo permite, Ferreira pone en marcha una convocatoria a ex compañeros del comedor y de residencia. “Cuesta pero siempre somos entre 60 y 70”, apunta. Muchos de ellos son o fueron funcionarios de alguno de los tres poderes o referentes de otras instituciones. Sin embargo, “ahí no hay nada de política”, aclara.

Sí había política -en ideas, militancia y discursos- en aquel entonces, época de intensos debates, “algunos muy fuertes, a veces para tratar de imponer, no de consensuar. Hay que ubicarse en el tiempo en que estábamos: coincidíamos en que cada uno pudiera pensar y costó muchísimo porque los que querían imponer sus ideas no aceptaban ninguna discusión. Pasó lo que pasó, después no se podía hablar más; todo eso costó vidas y mucha gente que iba al comedor ya no está. Hoy, a la distancia, parece que todavía no nos acostumbramos. La democracia es un sistema perfectible pero es en el que se puede conversar y hacer cosas; por eso hay que defenderla a ultranza”.

Los primeros años

Hipólito Serrano Espelta es ahora abogado, pero en los “60 vino de Salta a Santa Fe para estudiar la carrera de Derecho y entre 1962 y 1963 integró el grupo de directivos del comedor universitario, junto -tal cual ordenaba el reglamento- a un profesor y un egresado.

Cuarenta y cinco años después, ya jubilado, recuerda que la Dirección de Comedores y Viviendas fue creada por aquella época para ayudar a los estudiantes de pocos recursos económicos. “En gran medida, permitía venir a gente del interior y de las provincias de influencia de la universidad a estudiar acá. Y creo que se logró; la prueba es el testimonio de la gente que ha estudiado gracias a esa iniciativa”, asegura, y confirma los distintos testimonios recogidos por Nosotros.

En la época que él señala, el comedor era “una organización de servicio; los estudiantes venían a comer y se ofrecía la posibilidad de trabajar de mozos, lo cual daba acceso a comida gratuita y algún estipendio. No era -por entonces- un foro de debate como lo fue la cooperativa que lo antecedió, por iniciativa de los propios estudiantes”.

Al comedor no sólo asistían estudiantes que, “cuando estuve, llegaron a mil al mediodía y otro tanto a la noche. También tenía un espacio para profesores y algunos empleados en la planta alta. Trabajaban 34 personas y tenía gerente, subgerente y responsable de los distintos sectores, además de dos dietistas profesionales que diseñaban los menúes con equilibrio calórico”. Los costos eran bajos y esta condición se obtenía “con eficiencia y verdaderas estrategias empresarias porque, para manejar las compras diarias y las compras anuales, había que conocer muy bien el sistema administrativo contable”.

Las viviendas tenían un responsable administrativo y empleadas para la limpieza y, aparte, se diseñaban para las 11 residencias de entonces, actividades culturales, conciertos de grupos de jazz, pequeñas orquestas de cámara: el evento se hacía en una vivienda, y se invitaba al resto. Eso sí, “a los estudiantes se les exigía determinada cantidad de materias aprobadas, si no, tenían que dejar su plaza y era ocupada por otra gente que estaba esperando”.

Además, existía un sistema disciplinario que se aplicaba cuando surgía algún problema en la vivienda: “si no se resolvía en asamblea, acudían a nosotros; por ejemplo, si se producía algún caso de robo”.

Con la novedad aún fresca del nuevo comedor, Serrano Espelta reflexiona que “la sensación es que hemos perdido 40 años de tiempo, porque ésto es apenas el inicio de lo que habíamos dejado en marcha y en forma muy exitosa”. Y se pregunta ahora, “¿por qué se cerró el comedor que tenía un edificio adecuado para ello y dotado de todos los elementos?”, para concluir que “varios de los estudiantes que pasamos por allí recibimos una experiencia invalorable”.

Los bailes de carnaval

“El Comedor Universitario, el de bulevar Pellegrini, tuvo su antecedente en la Cooperativa “Domingo Faustino Sarmiento’, integrada y dirigida por los estudiantes de los centros de Química y de Derecho, que posiblemente haya sido fundada a finales de los “40, anterior a mi propia época estudiantil”. Así lo recuerda Marcelo O’Connor.

O”Connor ingresó a la Facultad de Derecho en 1954, pero conoció esa historia cuando militaba en el Centro de Estudiantes Secundarios. “Empezó en una vieja casa en la esquina noreste de Junín y 9 de Julio, en la misma vereda de la Escuela Industrial; tenía un patio central y allí se celebraban bailes de carnaval para conseguir fondos”.

“Más que baile -recuerda ahora, vía correo electrónico, desde Salta- era una especie de music hall, con números preparados por los mismos estudiantes. En los Carnavales del “52 o “53, recuerdo a Guillermo Estévez Boero en una imitación de Al Jolson, pintado de negro y cantando “Sonny Boy’ y “¡Oh, mamie!’. Jolson, que hizo la primera película sonora (“El cantor de jazz’, 1928), popular en los “30, se había puesto de moda nuevamente por dos películas biográficas: “El hombre inolvidable’ y “Canta el corazón’ de los años “50, con Larry Parks”.

“Otro número exitoso fue el del “Gordo’ Goldman, de Química, imitando a Teddy Reno en “Adormentiarme cosí’. Reno era un cantor melódico italiano que después fue el marido y manager de Rita Pavone. El “Loco’ Estévez tenía sus aficiones artísticas: cuando Maruca Ortega de Carrasco, una prócer santafesina del teatro independiente, montó en el Municipal “La casa de Bernarda Alba’, de García Lorca, el “Loco” ofició de traspunte”, sigue recordando.

Aparte de los bailes del comedor se hacían otros dos, uno en cada Facultad, organizados por los Centros. “El 21 de setiembre en el octógono de Química y el 12 de octubre en los patios de Derecho”.

Si bien él comía y dormía en casa de su madre, recuerda las residencias para hombres y mujeres que funcionaban entonces para los estudiantes. “En una ocasión se propuso levantar unos monoblocks para residencias y nos opusimos porque considerábamos que no había que crear güetos estudiantiles y que estos espacios debían convivir con la ciudad”.

Lazos más allá de las diferencias

Como muchos jóvenes del interior y de otras provincias, Rolando López vino a Santa Fe a estudiar -en su caso desde Villaguay- para aprender cine, y admite que muchos, entre los que se incluye, no hubiesen podido hacerlo sin la posibilidad que brindaba la universidad de tener vivienda y comida. Eso sí, “para vivir en la residencia había que tener aprobada determinada cantidad de materias y se exigía una regularidad en la carrera”. Pero, además, si se reunían algunas condiciones, estaba la posibilidad de un trabajo. “Muchos becados se convertían luego en ayudantes de laboratorio o de la biblioteca, es decir que devolvían la ayuda que habían recibido”.

El actual director del Instituto Superior de Cine y Artes Audiovisuales de Santa Fe, recuerda ahora que en el comedor se comía muy bien y que la residencia en la que vivía -la de calle Suipacha- era la más numerosa. “Antes la llamaban La Rivadavia, porque estaba sobre esa calle, pegada al ex cine Colón -actual Centro Cultural ATE Casa España-. Era una época muy politizada: corría el año’66, vino el derrocamiento a Illía, el golpe de Onganía... Con la dictadura militar todo se fue poniendo peor, pero se ve que las conquistas logradas por la universidad eran tan fuertes que no fue fácil sacar todo de un machetazo. Fue un período de luchas, tanto en Santa Fe como en La Plata, en Córdoba y en otras ciudades”, relata.

Como estudiante, vivió en 1967 el día en que se dio a conocer la muerte de Ernesto Che Guevara. “Un año después, los hechos políticos se fueron precipitando: se estaba cerrando La Forestal, surgían pueblos fantasmas en el norte, había manifestaciones y el estudiantado se movilizaba junto con la CGT de los Argentinos, que era pluralista”.

En esa época, los términos que unían al estudiantado y a los sectores universitarios eran “la lucha contra la dictadura”. Y el comedor universitario era el lugar de encuentro y debate entre grupos de diferente pertenencia política, pero de confraternidad, donde se discutía “si reformismo sí o no, o qué había que transformar, o cómo encarar la lucha política”.

A las residencias llegaba el diario El Litoral, pero la idea era comprar más material, así que se sumaron Clarín y Primera Plana. Se leía y se estudiaba mucho, “no sólo los temas de la carrera de cada uno, porque si no se avanzaba no se podía permanecer en la residencia. También se leía políticamente, para cultivarse”.

En esas casas compartidas se ejercitaba la solidaridad: un residente recibió el sobrenombre de “El Primo”, que aún conserva. El Primo tenía un amigo de otra ciudad y había venido a estudiar y no tenía espacio; el otro amigo que vivía en la casa lo hizo pasar por pariente y como tal se le hizo un lugar en la pieza que era más grande. “En el fondo había una suerte de galería que se cerró con enormes carteles para improvisar una pieza para tres estudiantes que no tenían dónde vivir. Uno de ellos se recibió de abogado y es juez”, cuenta el “Conejo” López.

En aquella época se crearon lazos muy fuertes entre los estudiantes. López reflexiona que “probablemente ese tiempo que nos tocó vivir con mucha adversidad en cuanto a la situación política, hizo que todos los jóvenes de esa época, aún con distintas ideas, se unieran y se hicieran solidarios, y esa solidaridad estaba por encima de las diferencias entre los grupos. Vivimos una vida muy intensa en poco tiempo, pero los lazos se han mantenido incluso con gente que por las circunstancias de la vida tomó caminos distintos. Eso sí -aclara-, esa amistad no existía con ninguna persona que tuviera alguna complicidad con la dictadura del momento”.

El espacio de la socialización

Rogelio Alaniz, periodista y docente, también vino de otra ciudad a cursar la carrera de Derecho en la UNL y participó de la vida estudiantil entre 1967 y 1975. Recuerda ahora que “el comedor universitario era un ambiente de socialización en un momento en que 3.000 estudiantes al mediodía y 3.000 a la noche se encontraban fuera de horario de estudios”. Allí confluían jóvenes de todas las facultades en una universidad como la de Santa Fe “a la que venían estudiantes de todo el país y de otros países como Bolivia, Paraguay y Perú. Entonces, el comedor era un momento clave de socialización, tanto para la actividad política como para la vida privada: era un lugar de encuentro de amigos, de amigas, de parejas, de programación de peñas o reuniones y actividades políticas, donde predominaban los actos, volanteadas y pequeñas reuniones de agrupaciones”.

“Se suspendía la comida para hacer actos donde hablaban dirigentes de asamblea, había peleas que a veces terminaban en verdaderas trifulcas y otras veces no. Pero era una forma de participar de la vida social donde pasaban muchas cosas más además de hacer política, que era lo más notable”, recuerda Alaniz.

Para cuando sus puertas cerraron, ya el clima político era otro: “se venía el golpe de Estado, había mucha violencia y el peronismo tuvo una gran responsabilidad en el cierre del comedor universitario. El rector era peronista y los montoneros, que eran la otra cara del peronismo, eran los que promovían conflictos permanentes hasta que se cerró. Hasta ese momento, el comedor funcionaba con total libertad y normalidad. Nunca entró la policía; nos reprimían afuera”, apunta Rogelio.

“Después del “76, con el golpe de Estado, se desarticuló todo y se rompió toda una tradición de militancia estudiantil. Era otro momento en el país y en el mundo, y esos años no van a volver más”.

Hoy, más de 30 años después, “el país no es el mismo, las ideas que circulan entre la juventud no son las mismas, los jóvenes no van a ser los mismos y la universidad cosmopolita que atraía gente de todos lados, incluso de toda América Latina, tampoco, porque se abrieron universidades en todas las ciudades”, opina Rogelio Alaniz. Tampoco es igual la contención que tienen ahora los estudiantes, muchos de esta misma ciudad, en comparación con “aquéllos que tenían que viajar cientos de kilómetros y volvían a su casa sólo una o dos veces al año”.

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recuerdos

Cine en la pared

“Película argentina gana el premio máximo en Italia. Cine argentino asombra al mundo”, leyó uno de los estudiantes de la residencia de calle Suipacha, aquel día de 1968 en Clarín. Se trataba de “La hora de los hornos” y los realizadores eran Fernando Solanas, Octavio Getino, el productor Edgardo Pallero y el camarógrafo Gerardo Vallejo, “el mismo Vallejo que había vivido en nuestra casa”, cuenta hoy Rolando López (en la foto).

Homenaje

La noticia generó revuelo y uno de los residentes propuso hacerle un homenaje al “Chango” Vallejo. Otro compró el vino, otro ofreció empanadas y López se encargó de pedir un equipo para proyectar la película que Vallejo había presentado como tesis para recibirse: “Las cosas ciertas”, que narra la vida de una familia tucumana. Cuando estuvo todo listo, se extendió en el comedor un cartel con el recorte de Clarín y el anuncio de que se proyectaría el cortometraje en la residencia de Suipacha.

Entre amigos

“La proyección era para los amigos, y por eso se decidió hacerlo en el patio o la terraza. Armamos el proyector, colgamos la película y llegaron como cien personas... que no entraban. Así que se resolvió poner la pantalla sobre la pared del Colegio del Calvario, cortar calle Francia y proyectar la película allí, al aire libre para que todos la puedan ver”.

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para muchos fue fundamental el apoyo del comedor y las residencias.


Mozo de verano

Enrique Iconicoff llegó a Santa Fe desde su Concepción del Uruguay natal para estudiar Derecho, en el año 1972. Mientras trabajaba en una estación de servicio, militaba entonces en la izquierda dentro de la Universidad, en la Juventud Trabajadora Peronista, “la izquierda del peronismo”, asegura ahora desde el escritorio del comercio que lidera.

Por aquel entonces, “constituíamos el grupo de mozos de verano, porque en el mes de enero y febrero se tomaban vacaciones los otros mozos y se seguía atendiendo pero en concesiones privadas y fuera del lugar original. Éramos los estudiantes que quedábamos en la ciudad, teníamos carencias económicas y un trabajo de esos nos venía bien”, explica Enrique.

Puesto a comparar, asegura que el comedor de La Plata “era un lujo y la comida era de mejor calidad que la de acá”, al menos en la época en la que a él le tocó asistir, que fueron justamente los últimos años antes del cierre.

“El comedor cumplía una función clave; entre los estudiantes había confraternidad, se juntaban grupos políticos, se militaba mucho en esa época; era un bastión donde se dirimían diferencias políticas -reconoce Iconicoff-. Y, por sobre todo, estaba la función social, igual que las residencias universitarias”.

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Rogelio Capanema Ferreira.

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Desde antes del mediodía se formaba la fila para entrar.

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Los mismos estudiantes oficiaban de mozos del comedor.



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