por Guillermo Heredia
Conocí a Horacio Rossi en los primeros ’90. Yo llevaba a cuestas un manojo de insatisfacciones y de poemas “nerudianos” que me interesaba compartir con algún representante del mundo de las letras.
Pocos años antes, había yo tardíamente descubierto mi vocación de entrelazar palabras.
Nos conectó la pintora Zulma Molaro, ya por entonces paciente y entrañable amiga.
Zulma al conocer mi intención, se comunicó con Horacio, y convinimos en que yo le dejaría mis trabajos en un sobre, en la secretaría de la clínica donde yo trabajo.
Pocos días después recibí su respuesta: un poema de bienvenida y generosa bienaventuranza, en su particular estilo de grandes letras manuscritas desparramadas ampliamente por la hoja, y que remataba con su típica flor y su firma: “Horacio Rossi en La Terraza”.
No pude menos que sorprenderme ante esa inesperada muestra de afecto y de buenas intenciones. Nos pusimos en contacto telefónico y convinimos un encuentro en “La Terraza”.
Recuerdo de ese encuentro, el intenso celeste de aquel atardecer, el lugar en el que nos sentamos, sus comentarios generosos acerca de mis trabajos, su sonrisa. Nos quedamos hasta bien entrada la noche y regresé como siempre desde entonces, con varios libros bajo el brazo, y la agradable sensación que en el alma deja el contacto con la buena gente.
Poco a poco, reunión tras reunión, recital tras recital, fui conociendo a este personaje tan singular y a quienes fueron desde entonces queridos amigos comunes.
Con su morral en bandolera, con lápiz y cuaderno, Horacio era poeta de a pié, en la calle o en los bares, frente al mar o en la montaña, no sólo escribía poesía, él era poesía.
Renegaba de las instituciones, de normas y convenciones, diría que del saber preestablecido en general. A la manera nietzscheana pensaba y transmitía con vocación docente, la libertad en el pensar y en el hacer, particularmente en el ámbito de la literatura.
Poco tiempo antes de morir, mi hija Ailén mantenía con Horacio un fluido intercambio a propósito de sus primeras incursiones literarias. Ella argumentaba citando a Sastre o algún otro, Horacio le decía que a él le importaban sólo sus propias opiniones. Así pensaba, así vivía y transmitía en forma permanente.
Muchos jóvenes escritores se acercaron a escucharlo. A todos recibía celebrando, abrazando, brindando por la ocasión y por la vida. A todos estimulaba, sugería lecturas, prestaba libros. Pero, fundamentalmente, a todos animaba a ejercer su libertad y autonomía.
Se definía incapaz de emprendimientos comerciales, de proyectos a largo plazo, de sujetarse a lo preestablecido. Su mundo era poesía, la del bien, la del amor y el culto a la amistad. “Los amigos son una costumbre solar…” supo escribir. Qué más puede decirse…
Algunos habrán dicho que era un niño, casi un inocente. Nadie puede ser siempre bueno, siempre desinteresado, siempre generoso. Sólo un niño puede. Pues bien, yo no he conocido de él otras facetas. De hecho no era niño, y menos inocente en el sentido vulgar de la palabra. Pero vibraba en una “longitud de onda” diferente, como una locura de bondad, fraternidad e inocencia creadora invulnerables.
Las siguientes estrofas escritas por Chamalú, indio quechua que vive en Cochabamba, Bolivia, de alguna manera describen el andar de Horacio Rossi por el mundo:
Soy guerrero
mi espada es el amor
mi escudo, el humor
mi hogar la coherencia
y mi texto, libertad
Horacio fue un hombre extensamente bueno, poeta caminante inclaudicable, un guerrero de amor y libertad, un ángel en la tierra.
Qué mejor regalo que su vida…
Guillermo Heredia
Noviembre de 2008
foto: diario EL LITORAL- Santa Fe- Argentina
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